Censura social del trabajo

Publicado el 1 de mayo de 2025, 13:07

   Han hecho de la dedicación intensa al trabajo una patología, como la harán en breve de la manifestación pública de un dolorido sentir por la muerte de un ser querido y otros asuntos humanos naturales semejantes. Al parecer hay cosas que no deben hacerse o, si se hacen, hacer como que no.

   Algún sabio oriental dejó dicho algo parecido a esto: «encuentra el trabajo de tu vida y ya no volverás a trabajar nunca más.» Un psicólogo de impronunciable nombre escribió hace algún tiempo un libro de notorio éxito para hacer hincapié en la fluencia como una característica de la vida dichosa. Cuando uno hace aquello que la necesidad más íntima le reclama –escribir, pintar un cuadro, pasear por el campo o meditar-, el tiempo y la vida fluyen sobre nosotros sin percatarnos de su paso, con plena intensidad. Son esos instantes de dicha, que todos hemos conocido o de los cuales al menos hemos oído hablar... Me pregunto si esto de la fluencia del existir se aplicará también con cierta honestidad a esos pobres y trastornados individuos que viven intensamente sus horas de laboreo y se sienten felices al hacerlo.

    Parece sencillo dar una respuesta afirmativa, insistiendo en esa ausencia de sufrimiento que a estas personas les produce su actividad cotidiana. ¿Por qué, pues, señalar como ergomaníacos a estas personas? Es decir, dependientes del trabajo, con semejante grado de descalificación social y denigratoria. Y no sólo motejarlos así, sino hacer caer sobre ellos el pesado fardo de una censura social inapelable. El trabajo, lo cuenta el Génesis, entendido como maldición o castigo.

   Pero, ¿no habíamos quedado en que cuando uno es capaz de desarrollar su plena y más íntima vocación y ponerla en ejercicio afortunado a lo largo de su existencia en realidad no trabaja, sino que vive? ¿A qué viene, pues, espolearles hacia el ocio o il dolce far niente, cuando todo en su vida es plenitud de su propio ser, acción que refleja su más auténtica identidad? ¿Qué es lo que os mueve a su censura y al juicio moral? Nietzsche lo dijo con una atinada, contundente palabra: resentimiento.

    Pero nosotros afirmamos que somos seres relacionales y que ese individuo feliz no está solo en el mundo: tiene hijos, familia, conocidos que aguardan expectantes en el umbral, citas que ha de cumplir, cumpleaños que celebrar, toda una vida social que aspira a hacerse con un cachito de su vida. ¿Acaso será tan desdichado que no tendrá tiempo para todo lo demás? ¿Acaso no debería dejar, sin quejarse, que los demás ocupásemos una pequeñísima pero bien definida parcela en su vida?

   Podríamos argüir, incluso, que ese pobre ser humano que vive tan intensamente su vida y con tanta plenitud nos está haciendo sufrir a los demás, que le vemos habitando el tiempo desde nuestra nostalgia y desolación existencial. Y si nos hace sufrir, ¿no es esto ya un indicador de patología, si añadir un nuevo dato a la deuda fuera aún necesario para ejercer nuestra censura sin remordimiento?

    Es curiosa la naturaleza humana: censuramos a aquel que vive sin oficio ni beneficio, tumbado en un banco del parque, rebuscando alimento entre las basuras, pidiendo limosna en los vagones del metro; y también al otro que dedica muchas horas de su vida a cualquier trabajo que reclame intensidad. Por el primero sentimos a veces intensa conmiseración, aunque no si es joven y de apariencia saludable; al segundo lo arrojamos a los pies de los caballos sin dudar un instante, sea viejo o joven. Aquel nos lleva a pensar en cuándo se torció su vida, en qué revuelta del camino acabo perdiéndose o qué trastorno mental lo habita; pero es el otro el que nos inquieta más, porque nos vemos sobre la pulida superficie de su existencia activa como sobre un espejo y nos sentimos directamente cuestionados por su forma intensa de estar instalado en el mundo. Del pobre nada tenemos que envidiar y por eso llama a piedad, o enciende la llama de la rebeldía ante la injusticia social que nos señala con su sola presencia. Es el otro, no sé por qué, el que nos pone en alerta y despierta un cierto odio teñido de envidia. Tal vez por ello buscamos una explicación razonable a su irracional actitud. No nos basta que sea o le haga feliz; hemos de detectar la mancha o el indicador de algo que no va bien en su mundo íntimo. Hablamos, así, de evitación, de sublimación, de escapismo, de miedo a la intimidad, de necesidades inconscientes de reconocimiento y valoración y de toda esa jerga de la tribu que ya es patrimonio social con el que salpimentamos nuestras condenas morales. Porque en el fondo, no hemos dejado de juzgar.

    Todo en el hombre es acción y tarea. Y como tal, siempre hay en ello una dirección, además de un sentido. Casi todas nuestras acciones -y el trabajo no deja de ser una de ellas- se vierten sobre los demás, los afectan de algún modo. El escritor que escribe o el pintor que elabora un cuadro quieren testigos que contemplen la obra o lean las palabras que escribió. En el placer solitario hay siempre menos intensidad de placer, salvo que tácitamente esperemos más tarde poderlo compartir. Cuando gustamos de la soledad, lo hacemos con la esperanza del reencuentro. Lo que nos decimos en silencio queremos decirlo siempre al oído de alguien. Eso no quita para que uno viva intensamente esa ocupación íntima que le llena de dicha. Ni evita que los demás puedan censurar el tiempo que se ocupa en vivirlo. Por de pronto digamos que esto de trabajar es, cuando hemos encontrado el trabajo de nuestra vida, esto es, la íntima vocación, algo muy relativo.

    Como relativos deberían ser nuestros puntillosos juicios.

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