
Que los seres humanos, incluso los que nos dedicamos a la ciencia o a la psicoterapia, hablamos con metáforas no debe ser un descubrimiento tan asombroso como debió serlo para Monsieur Jourdain percatarse de que hablaba en prosa sin saberlo. De hecho, casi la totalidad de nuestro bagaje intelectual está constituido, no por casualidad, por metáforas con las que construimos el edificio de la ciencia, valga también aquí la edificante expresión metafórica como ejemplo añadido, desde sus sólidos cimientos a sus más etéreas elucubraciones.
Los terapeutas siempre hemos tenido conciencia de la importancia de tal recurso, al tiempo que nos enfrentábamos a los misterios relacionales con los que juegan a sorprendernos las familias. Nunca tuvimos ocasión de renunciar a él, incluso cuando dedicarse al arte de curar por la palabra era más un proyecto de futuro en nuestra vida personal que una realidad en ejercicio. Ya de estudiantes, mientras nos formaban terapeutas sabios y juiciosos, asistimos como impertérritos testigos a una fina pero persistente lluvia de metáforas con la que comenzamos a construir el mapa de nuestros modelos, las líneas maestras de nuestra mirada, los sesgos invisibles de nuestra futura profesión, y a confrontarlos con los que llevábamos encima sin darnos cuenta, aquellas otras metáforas que traíamos puestas de casa, heredadas junto con otros aprendizajes transgeneracionales de los que ya por entonces empezábamos a estar un poco más advertidos. Mapas para trazar recorridos, para vislumbrar direcciones; metáforas, metáforas, más metáforas.
Nos hicimos cómplices, con Minuchin, de las fronteras y de las coaliciones, expresiones territoriales y bélicas que nos fascinaron entonces tanto como lo continúan haciendo ahora; perseguimos el significado que los síntomas comunican y sus funciones con Watzlawick y la Escuela de Palo Alto; y aprendimos a entrever los juegos relacionales y la pareja en tablas con Selvini y los milaneses. Cada nueva perspectiva, cada creativa intuición montaba a caballo sobre un juego de brillantes, eficaces y resonantes metáforas, que nos dibujaban un mapa que nunca era el territorio, pero que nos servía para orientarnos en la complejidad de las relaciones humanas, primero en las de las familias, luego en sistemas humanos cada vez más amplios y diversos, siempre en esos contextos de incertidumbre en los que vinimos a hacernos especialistas.
Para algunos resultará un escándalo advertir que el terapeuta tuvo que aprender a poetizar, a ser un narrador de mejores historias, un inventor de cuentos y relatos, un encargado de abrir finales infaustos que parecían clausurados, un hacedor de historias y metáforas. Como si haber tenido que hacer todo esto fuera andar hacia la oscuridad, de espaldas a la ciencia y el conocimiento; como si el conocimiento científico no fuera, en sí mismo, de naturaleza poética y creativa. Racional, lógico, discursivo, verificativo, sin duda; pero poético al fin y a la postre y de cabo a rabo.
Pero hacer todo esto –crear, construir, jugar con metáforas- siempre ha apuntado a un propósito fundamental: rescatar recursos y ayudar a que emerjan las capacidades que los individuos poseen. Abrir el abanico para que dejen de darse aire con una sola o dos varillas.
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