
Decía Nietzsche que los hechos sin teoría son estúpidos. Aunque deberíamos tal vez añadir que nunca hay tal, ni cabe hecho sin teoría, siquiera sea ésta implícita y soterrada. Lo mismo sucede con las técnicas, activas todas ellas, pues tienen como fin movilizar; y así evitamos la redundancia de unir a la palabra el calificativo que denota actividad, cuando cualquier técnica lo es o aspira, al menos, a serlo por definición, pretende mover algo o que algo se mueva.
Quede pues dicho de una vez: toda técnica está al servicio de una teoría, o, más humildemente, al amparo de una hipótesis. Toda técnica es hija de un análisis -o de una interpretación-, y consecuencia derivada del mismo.
Saquemos, pues, a los aprendices de samurái del error que les lleva a pensar que adquirir técnicas y saber mover la catana les prepara para afrontar con éxito las complejidades de los sistemas relacionales, y aboguemos, como nos invita a hacer J. L. Linares en uno de sus últimos libros, por una terapia inteligente, donde el movimiento del catán resulte tan elegante y fluido como lo es el trazo aéreo del pincel sobre la tela. Los profesionales disponemos de un enorme arsenal de técnicas, algunas ya talluditas y, sin embargo, eficaces como si hubieran sido recién estrenadas; otras, de una ingeniosa y palmaria novedad; las unas más emocionales, estas otras más pragmáticas y aquellas, finalmente, más cognitivas. Todas puestas al servicio del análisis.
Técnicas hay muchas, pero lo realmente trascendental es la mirada y los recursos que posee y ha ido adquiriendo en su praxis vital la persona que el terapeuta es, y que pondrá en marcha en esa acción compartida que llamamos terapia, en el diálogo, y, sobre todo, en las preguntas que, como un estilete, se clavan a veces en el corazón del sistema con la precisión de su filosa y aguda punta.
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