Malestar profesional

Publicado el 8 de noviembre de 2025, 10:55

   Hay ocasiones en que el profesional percibe una inevitable sensación de difuso malestar hacia a profesión, hacia el modo de ejercerla y compartirla con otros profesionales como él, que es un claro indicador de no estar ya en el lugar en que habría de estar.

   El malestar un indicador que nos ayuda a orientarnos; más aún, cuando se trata de un malestar continuado, sutil pero insidioso. Podría entonces el profesional regodearse en él, en la queja que el malestar justificaría. Pero lo importante no es seguir hozando en nuestras miserias, sino buscar sus orígenes y ver de qué es indicador, rastrear la causa y no soltar la pieza del malestar hasta que logremos conectar con la pauta, seguramente familiar, que está en sus orígenes.  Debemos explorar el cauce del río para dar con sus fuentes que, de seguro, están más allá del momento presente en que sentimos esta tan fastidiosa sensación.

   Este malestar refleja una carencia que se volvió consciente. Ubicados en un determinado espacio social, cuando se acentúa, la incomodidad manifiesta el primer indicio de que esa ubicación no es quizás la más adecuada y que deberíamos empezar a movernos para buscar nuevos territorios generadores de un mayor bienestar.

    Hay que señalar que las zonas de confort profesional son a veces peligrosas, pues generan hábitos y automatismos perniciosos, grasa laboral que nos hace perder la necesaria flexibilidad para ser profesionalmente creativos, disminuyendo nuestro ingenio cuando nos acomodamos a esa zona de certezas y seguridades.

    Esto creo que es cierto, aunque no sea toda la verdad.  El territorio confortable también es ese espacio desde el cual podemos atrevernos a explorar nuevas realidades y que nos lleva de lo que ya sabemos hacer a lo que aún queremos aprender. El espacio de bienestar profesional puede, a veces, resultar aburrido y ese aburrimiento ser otro indicador a tener en consideración, pues señala la necesidad de hacer alguna otra cosa distinta de la que hasta ahora venimos haciendo.

   Pero ese aburrimiento, sumado al malestar nos recuerdan que no nos vale con hacer cualquier cosa, sino una actividad precisa que nos armonice y nos llene. Nos dé plenitud de alguna clase.

  Por alguna razón, esa seguridad que encontramos en el territorio profesional que nos es familiar también nos pesa y amenaza con anular nuestra capacidad creadora. Tal amenaza se cierne sobre nosotros bajo la forma de pérdida de ilusión por el trabajo hasta ahora desempeñado y el tedio consecuente. Ya no estamos a gusto donde nos encontramos, como si el cuerpo inquieto nos reclamara abrir nuevos horizontes, iniciar otra vez un viaje exploratorio y de descubrimiento. Pero, sobre todo, dejamos de sentirnos a gusto con la gente que os rodea, con los otros profesionales, a los que vemos conectados en una longitud de onda distinta de la nuestra, que ya no compartimos, como si se movieran en otro ambiente y en otra realidad, e incluso como si no se movieran y estuvieran satisfechos en su descansada inmovilidad.

  Es así, puesto que en verdad ellos están en una realidad de la que nos sentimos alejados, mientras que el malestar lo que nos dice es que ese territorio ya nos es ajeno, como si fuéramos en él forasteros que estuvieran de paso, temerosos de permanecer más tiempo del deseado sobre ese suelo que nos quema los zapatos. Tomamos conciencia, pues, de nuestra propia alienación.

   A menudo, erróneamente, acusamos a estos otros profesionales y a su forma de actuar de ser la causa de nuestro abatimiento, de nuestra desgana laboral, cuando es bien cierto que ésta se basa en la actitud que mantenemos con la circunstancia que nos envuelve. Hay en este malestar una huella de cierto desarraigo entre nuestros iguales de profesión, que se vincula con intereses que ya no se quieren o desean compartir porque uno intuye, acaso oscuramente al principio, luego con lúcida nitidez, que ya no son los suyos, si acaso los fueron en alguna ocasión. Pero ahora ya no.

   Se trata también de un malestar relacional, y no solo centrado en la actividad desarrollada, sino que apunta a aquellos con quienes tenemos que desarrollarla. Pero lo que genera este malestar es mucho más la mirada que, como profesionales, ponemos sobre las cuestiones laborales, que lo que los otros hacen en el territorio. Digamos que, en buena medida, convertimos a los demás en causa y origen de un malestar que, en el fondo, radica en la actitud que cada uno particularmente mantiene hacia lo que le rodea. Los otros y sus acciones son un blanco más fácil para mi queja que la autoevaluación de mi estado, mis propósitos, mis planes y mi propio proyecto laboral. Es el viejo mecanismo de la proyección el que así ponemos en marcha.

   Se dirá, con razón, que entonces el malestar ya no es tanto de territorio como de actitud del profesional. Y también esto es cierto, aunque de nuevo no del todo. Existe un malestar ligado a la zona de confort y al territorio que durante años nos ha servido de cobijo y a cómo nos movemos en él, recibimos de él reconocimiento y lo encontramos como fuente de retos y satisfacciones. Pero hay también, añadido, un malestar ligado a la forma como desarrollo el trabajo en ese territorio y, de rebote, hacia aquellos con quienes tiene uno que compartirlo.

   Al tratarse de una sensación como de agotamiento del territorio, como si éste hubiera dado, en las actuales condiciones, cuanto se le podía honestamente pedir, hay en el malestar algo que no puedes modificar de otra manera que no sea la de salir en busca de un nuevo territorio. Pero como también se trata de con quién compartes ese ámbito profesional, hay una parte de tal malestar que está ligado a la mirada con que observas cómo se mueven en él los demás y cómo progresivamente te sientes ajeno a esos movimientos que hacen, a las preocupaciones que tienen y a las metas y logros que plantean alcanzar. Y sobre esto último, sobre el modo como otros profesionales actúan en ese territorio, el sujeto que nota el malestar no tiene ni control ni apenas poder. Los demás giran en una órbita propia, que puede gustarnos o no, que podemos o no compartir; pero que no está en nuestra mano modificar, al menos directamente. Lo malo del modelo sistémico es la grave exigencia que pone sobre el profesional que sostiene esta mirada relacional: no son los demás quienes han de modificar su comportamiento o sus actitudes o creencias, sino aquel otro que se ha dado cuenta de que hay algo que modificar. Por ende, el propio sujeto que percibe el malestar. ¡Con lo fácil y descansado que resultaba echarles la culpa a los demás! ¡Con lo inútil que es, sin embargo, tal movimiento; ¡y lo torpes que resultamos, como operadores, si seguimos empeñados en hacer uso de semejante estrategia!

 

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