Juventud, edad prometeica

Publicado el 31 de mayo de 2025, 19:13

   Cuando fui joven, albergué la fugaz esperanza de tener amigos dedicados al noble afán de filosofar. Algunos los hubo, incluso, que llegaron a cursar estudios en aquellas arduas materias, legamosas y confusas, aunque atractivas en razón de su propia divagadora oscuridad. De la filosofía, entonces, sólo tenía una imagen brumosa; y nada había en ella que la volviera atractiva a mis ojos en cualquier aspecto. El viejo profesor y su metáfora de la cáscara amarga, con la que resumía los avatares de la vida de cualquier filósofo que no fuera de su gusto, era todo lo que yo había sacado de mi escuálido bachillerato filosófico y curil. Por fortuna, creo que salí bastante indemne.

   Quedaba mucha tierra por roturar, pues fueron tantos los campos que dejamos en barbecho con las prisas y la ignorancia.

   Luego llegaron esos días en que uno no ceja de parlotear sobre Dios, la Nada, la Vida o el Inconsciente, como si sobre esos asuntos anduviera en posesión de arcanas verdades. Cháchara interminable, en la que se reflejaban los anhelos de una generación, o de unos cuantos al menos, que allí chapoteábamos. Nos adiestrábamos, como hacen los animalillos antes de salir del cubil y lanzarse a la caza. Sólo que, para nosotros, el objeto a cazar era algo tan intangible como aquellos asuntos de los que tratábamos en el rincón más apartado de alguna grasienta tahona. Hablábamos de la vida, como si al hacerlo se conjurara ésta ante nuestra presencia, material y corpórea, llegando a adquirir una densidad inusitada, hormonal. La vida aún no vivida venía a encarnarse en medio de aquellos discursos con que de jóvenes explorábamos los últimos territorios vírgenes de la infancia, que pronto habríamos de abandonar de forma definitiva, pero sin nostalgia.

  Escribíamos poesías como surrealistas, poseídos por el fantasma de Tzara, adentrándonos así en el misterio en que toda vida consiste. Nos sentíamos existir en aquella abstrusa logomaquia sin fin ni principio. Existir con una vida intensa, apasionada. Éramos, de golpe, el proyecto de ser, su propia encarnadura mortal, levantando su figura ante nosotros.

   Y eso que sucedía entonces, que nos ha sucedido de alguna forma más o menos imprecisa a todos, era que ardía en nuestro interior la pregunta sobre nuestro futuro, con la quemazón que siempre tuvo lo inexorable, pues el futuro, aunque no quisiéramos, nos vendría a abordar cualquier día. No había instante en que no nos interrogásemos sobre lo que haríamos con nuestra vida, en qué la empeñaríamos, cómo gastaríamos el tesoro de cada minuto que pasásemos habitando sobre la cálida corteza del mundo. Era, pues, un mandato, una exigencia y una necesidad: vivir la vida auténtica, aquella a la que estábamos llamados y que consistía, para unos, en un terco afán de claridades; para otros, en el ardiente sacrificio en el altar de la literatura, a la que juramos servir con inquebrantable, pero imprecisa, fidelidad; para los más, en dejar de lado esa llamada y empeñarse prosaicamente en perseguir el placer o el dinero para alcanzar, dando un rodeo, aquel descubrimiento recién desvelado de tener algo al fin entre las manos. Algo que fuera, y que pudiéramos llamar con rigor, nuestro.

   Éramos esos jóvenes prometeicos. Habíamos llegado al mundo para robar el fuego sagrado de otros dioses, sin dudarlo apenas, sin remordimiento alguno, sin permisos ni componendas. Pereat Roma!, era el grito de guerra que podría haber salido de nuestras gargantas anhelantes, sin que por aquel entonces hubiéramos sabido clarificar el motivo o la razón por la que Roma debiera perecer, pero sin albergar duda ninguna sobre las bondades comunitarias de su aciago final. Aún pesaba sobre nuestros hombros el destino familiar, que habían encarnado con sus vidas nuestros padres; éramos ingratos deudores de vidas no vividas, de proyectos irrealizados; y habitábamos el mundo como de prestado, lo cual no dejaba de parecer una ofensa para quien deseaba en realidad conquistarlo. Teníamos que tomar alguna decisión, pensar fieramente en lo que la vida nos estaba ofreciendo, y lanzarnos a ello sin el menor recato. Debíamos levantarnos del banquete completamente ahítos y satisfechos, aunque aún no supiéramos dónde se celebraba ni a quién habían invitado, tampoco el precio que habríamos de pagar por el convite.

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Comentarios

Roger
hace 13 días

Estimado compañero y amigo. Debo decir que si alguien he conocido que me hayan devuelto la curiosidad y el gusto por el conocimiento, el cuañ ya creía enterrado, sois Pepe y tu. Solo me toca agradecer al fatum haberos cono ido