Sobre la necesidad de aburrirse

Publicado el 17 de junio de 2025, 1:15

    En una sociedad sin tiempos muertos, como la nuestra, sino desganados, combatir con denuedo el aburrimiento se ha convertido en tarea titánica, que muchos padres emprenden desde que sus hijos son apenas bebés, sin sospechar siquiera lo infructuoso de ese trabajo ni la desmesura que habita en su esfuerzo. Parece como si se nos disparase una suerte de medieval horror vacui que nos incita a tener nuestro entero tiempo ocupado con alguna labor, distraídos por ella, pero también atareados. Me asombra el hecho de que bastantes padres, cuando se despiden de sus hijos en la puerta de la escuela, les susurren al oído un que te diviertas, que advierto premonitorio del fracaso en que el esfuerzo por aprender se irá convirtiendo. Enseñar deleitando no quiere decir que todo lo que se enseña, ni aún la forma de hacerlo, vaya a ser trabajo divertido o algo un poco por debajo de tal listón. Divertirse es la consigna general que se abate como maldición sobre los hombres, quienes tienden entonces a considerar los hábitos y la rutina cotidiana casi como un castigo divino y no como los ladrillos con los que está construida la casa que habitamos.

   La vida es siempre -y por principio- rutinaria, porque el ser humano, ese ser que anhela el cambio, no puede, sin embargo, vivir sin algún grado de estabilidad. La aventura para el aventurero es siempre rutinaria, como marchar cada día a la oficina lo es para el empleado. La vida es una trama de rutinas en diferentes niveles y grados diversos. Aburrirse, en la infancia, es el principal incitador de la invención. La cultura, decía Freud, nace de la represión del goce inmediato. La diversión perpetua es una carga insostenible e inhumana, un destino aciago y enloquecedor. Necesita el niño aburrirse para ser creativo, para inventar, para abrir las puertas del jardín de la fantasía. Pero si nos esforzamos en tenerlo siempre entretenido, acabaremos amputándole la posibilidad de la invención y emasculando la mucha o escasa creatividad que pudiera albergar en su corazón o entre sus manos. Le damos la maquinita para que juegue con ella y le quitamos el palo que podría metamorfosearse en una espada poderosa o una varita cargada de mágicos poderes. Con esa febril huida del aburrimiento los entrenamos para la idiocia en lugar de para la vida.

   Hay niños tristes que se divierten mucho y muchachos alegres que parecen aburrirse. Porque la alegría es un estado diferente del que proporciona la fugaz diversión, siempre necesitada de nuevas incitaciones. No digo que divertirse sea malo, ni mucho menos; lo malo es forzarnos a estar en todo momento dependiendo de ese simulacro de alegría que es la diversión. No todo en la vida es divertido ni todo lo divertido es vida. Queda un poso diferente en nuestra existencia cuando uno está alegre o cuando tan sólo se divierte. Los latinos ya advirtieron contra la tristitia postcoitum; acaso deberíamos estar igual de alerta ante el poso de tristeza que deja tras de sí la diversión.

    Pero la consigna (que te diviertas) se impone, pese a nuestras protestas, quizás porque nos asusta conectar con otras emociones para las cuales no hemos sido suficientemente entrenados.

        El niño que se aburre ahora no será seguramente un adulto aburrido, pero, a poco que nos fijemos. cada uno de nosotros podría recordar la experiencia de haber soportado estoicamente a adultos tediosos cuyas agendas desbordan de febril actividad.  Hay adultos a quienes se conoce pronto, de un vistazo, y se entra y se sale de sus vidas con la sensación de haber visitado una oquedad. Hay otras personas que son como laberintos o mares profundos, con una maravillosa capacidad para sorprendernos a la vuelta de cualquier recodo con los giros de sus pensamientos y acciones. Hay mucha verdad en aquella retranca que cuentan del torero El Gallo cuando, al preguntarle a Ortega y Gasset a qué se dedicaba y, responderle éste que era filósofo, el matador le espetó: No se preocupe, maestro, que tiene que haber gente pa tó.

Ahí estamos.

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