La terapia como proceso de crecimiento personal.

Publicado el 12 de junio de 2025, 20:24

    Los procesos relacionales humanos, de gran complejidad, se orientan en una doble dirección: la pertenencia y la individuación. Uno es representativo de la tendencia humana a la estabilidad y el otro a la complementaria -pero opuesta- del cambio. El engarce es difícil y nunca se logra definitivamente del todo ni para siempre, supuesto que este para siempre tenga sentido referido a la vida humana.

   Por ello, los procesos de pertenencia y de individuación nos acompañan durante toda la existencia. La anciana todavía llorar al recordar que ochenta años atrás su madre biológica la abandonó a las puertas de un orfanato. El cuarentón todavía se exalta cuando rememora el alejamiento de la familia de origen que tuve que emprender para intentar ser él mismo y tener su propia vida o salvarse huyendo de la locura familiar.

   Los procesos de pertenencia y de individuación siguen ahí, como la búsqueda de la intimidad y la consecución de un proyecto personal de vida. Somos al tiempo deudores y herederos, a menudo dolientes en ambas situaciones. No hay terapia que no haya de vérselas con estas cuestiones universales, que tiñen de ciertos colores nuestra manera de estar en el mundo y de relacionarnos con otras personas.

   La terapia, tal como yo la entiendo, y en consonancia con lo que he aprendido de mis maestros, es un proceso orientado hacia el crecimiento, que significa expansión del significado de la experiencia de vivir y ampliación de los horizontes de la vida. Cuanto más rico y diverso es el mundo que nos movemos, mayor es la libertad y creatividad para ser nosotros mismos. Vivir es, como decía el mandato délfico, un esfuerzo continuado por llegar a ser el que se es. Un trabajo, éste, inacabable; pero que produce con frecuencia tanta ansiedad y miedo que tratamos con denodados afanes de evitarlo.

    Los seres humanos hemos estrechado el mundo en que existimos para saber a qué atenernos y para tener cierta ilusión de control y de sentido ante lo que vivimos.

   Todos compartimos con otros miembros de nuestra especie una serie de temas universales a los que damos provisionalmente alguna clase de respuesta, ya sea a través de la represión (la respuesta social y cultural), ya sea a través del silencio (no hablar de lo que no se debe hablar), ya sea a través de la intelectualización (pensar en estos temas como una forma de disminuir la ansiedad que nos generan,  más que vivirlos), ya sea delegando en alguna figura (la esposa madre y cuidadora, el marido fuerte y dominante) la autoridad y fortaleza que de niños atribuimos a nuestros padres; ya sea, finalmente, proyectándolos en alguna entidad que da sentido trascendental a todo (Dios, la Historia, la Nación). Son las formas como expresamos estos universales o los llevamos a la oscuridad de la cual nunca deseamos que hubieran salido. Estos universales son, por ejemplo, el amor, la ira, la sexualidad, la muerte, el suicidio, el incesto, los impulsos homicidas y todo cuanto de primitivo late en el fondo de nuestro ser.

   Los universales frecuentan la sala de terapia, ya sean colocados ahí de forma clara por algún miembro de la familia o invitados por el propio terapeuta con sus intervenciones, ya sea porque su ausencia declara precisamente su presencia, ahora callada o evitada. Cada familia tiene su especial manera de conformar los universales en una mitología específica, con la que dan sentido y estabilidad a sus interpretaciones de cuanto ocurre en sus vidas. Si, como señala Whitaker, miramos hacia dentro de sus rutinas y rituales, accederemos al mundo de los impulsos y símbolos de la familia que tenemos frente a nosotros. Pero, como paso previo, tenemos que darnos permiso a nosotros mismos para acceder a nuestro propio mundo personal y simbólico, incluso cuando los impulsos que en él descubramos sean censurables social o moralmente. Debemos tener el valor de asomarnos al abismo. Y ello porque, sin duda, creemos todavía que hay una diferencia evidente entre traerlos a la conciencia y actuarlos en la vida.

   El terapeuta no puede hacer semejante trabajo sin hacer uso de sí mismo. Para que la gente se sienta más cómoda con los impulsos vitales que tienen o los integren mejor en su vida, el terapeuta sólo dispone de sí mismo como herramienta.

   Puede conocer muy bien la melodía y las técnicas, pero, si el violín está desafinado, la música sonará mal. Es pues, una exigencia de honestidad terapéutica cuidar del violín y no sólo conocerlo. Sócrates aconsejaba conocerse a sí mismo, pero esto en el mundo griego incluía también cuidarse de sí mismo, ocuparse de sí. No nos podremos hacer cargo de otros cuidados si no aceptamos el previo de hacernos cargo de nosotros mismos.

    El terapeuta, cual nuevo Sócrates, alienta a expresar externamente los impulsos internos de la vida de una manera no destructiva: en lugar de poner en primer plano el amor para negar el odio, el terapeuta señala que ambos sentimientos se dan juntos en la vida; y este decir permite al otro su expresión y su reconocimiento, sin que necesariamente se actúen. Se amplía así la experiencia vital, al reconocer lo negado y arrojar luz sobre lo oscuro.

  Para realizar este complejo paso hay, en cierta medida, que desprogramar a las personas acerca de lo que es correcto o no, de lo que es bueno o malo, de lo que es socialmente aceptable o censurable. La terapia es contracultural en algunos de sus aspectos esenciales. En lugar de ilustrado “atrévete a saber”, la terapia nos conmina con un “atrévete a ser”, algo mucho más importante y, sin lugar a dudas, difícil.

 

Añadir comentario

Comentarios

Todavía no hay comentarios