MEDITATIO MORTIS

Publicado el 27 de junio de 2025, 1:09

   Decía Spinoza que el hombre libre en nada piensa menos que en la muerte y que su meditación no es una meditación sobre ella, sino sobre la vida. Sin embargo, no hubo filósofo antes ni lo hubo después que no hiciera de la muerte supina materia de su reflexión. Ya los viejos griegos se denominaban a sí mismos los mortales, para diferenciarse en esa condición de la melancólica existencia sin fin de los dioses inmortales. Morir, dormir, tal vez… y en este tal vez del poeta se encierra una de las posibilidades existenciales fantaseadas por el ser humano, que la vida no concluya aquí entera, que todo cuanto hicimos no sea para la nada. Ningún otro animal sabe que ha de morir, aunque muera; ninguno ha fantaseado nunca con su supervivencia más allá de la limitada vida mortal que padece. Sólo el hombre ha esperado, sólo en él late la esperanza.

    Pero la muerte le acosa y la constancia de su continua presencia le lleva a vivir de un modo diferente; vida que se mueve en el arco que tendemos entre la desesperación y la resignada anuencia del hecho desnudo o la fe confiada en otra vida. Nada importa más al humano que la muerte de los seres queridos, ni siquiera la propia. Es ahí, en el nunca más casi eterno que se extiende en el limitado tiempo de nuestra existencia donde nos encontramos con el morir como despedida definitiva de aquellos a quienes amamos, y, en ocasiones, con la sensación culposa de no haber hecho todo cuanto se debía, ya sea porque no los amamos lo suficiente o porque, amándolos, no encontramos el momento de hacérselo saber, dando por supuesto que habría tiempo de sobra para hacerlo algún día; porque todos pensamos que tiempo habrá suficiente. Y de todo lo que traemos entre manos en el cotidiano bregar, es del tiempo de lo que menos disponemos. Nadie sabe cuánto habrá de vivir ni cuando la muerte reclamará su diezmo a la vida, ya sea a la propia o a la de otros. Es la muerte la que nos exige vivir al día, vivir cada momento con idéntica intensidad porque sabemos que habrá de desaparecer en el siguiente instante.

    Vivir conscientes de ello le da a la existencia una cualidad diferente, que ningún animal que se limita a existir sospecha. La muerte como horizonte definitivo, lacerante, descanso y olvido a un tiempo. Cuando uno muere, un universo entero se cierra y apaga, y el mundo se empobrece. Ya no está, y ya nunca estará. Y este nunca lo pronuncia alguien que tampoco recorrerá el infinito tiempo sino otro lapso limitado. Un nunca, pues, repleto de relativismo, pues sólo nos indica que, para aquel que habla o piensa, aún le resta algo de tiempo, unas migajas quizás, de toda la eternidad.

    Lo doloroso, pues, no es la muerte propia, acaso porque tenía razón Epicuro cuando señalaba que cuando ella esté a nuestro lado, seremos nosotros los que ya estaremos lejos. Pues nadie tiene la experiencia del morir, por ser éste la cesación de cualquier experiencia. Nada, pues, nos quitará la muerte, porque de nada nos sentiremos arrebatados. Sin embargo, la muerte duele cuando, estando próximos siempre a ella, no nos toca a nosotros, sino a otros, cercanos y familiares. Cuando somos dolientes testigos de la muerte de otros.

   Hay que estar preparados, nos recuerda Montaigne, hay que ser previsores. No podemos vivir con miedo a la muerte, pero aún menos se vive humanamente desde la inconsciencia de quien cree que a cada mañana le seguirá inexorablemente otra, porque habrá algún amanecer que no veamos.

   La reflexión sobre la muerte es, pues, en el fondo, una vívida meditación sobre la vida y su valor. La muerte hace que este tiempo por el que transitamos sea valioso, insustituible e irrecuperable. Aprovecharlo con intensidad es el único mandamiento que no debemos olvidar. No hay otro carpen diem más apasionado que el que deriva de la certidumbre de que hemos de morir.

   Debemos recordar las palabras del filósofo de Samos, quien nos advertía que, a causa de la muerte, vivimos en una ciudad sin muros, a la intemperie. Así, pensar en la muerte nos hace, sin duda, libres. Como dejó escrito el judío sefardí: “aceptar la necesidad es libertad”.

 

 

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