Amor cantado (I)

Publicado el 30 de junio de 2025, 19:26

   De ópera en ópera, de Gluck a Offenbach, hemos dado una vuelta de tuerca a las venturas del amor. En la ópera del primero, el amor terminó por triunfar incluso por encima de la propia muerte, emergiendo en la composición musical el tema, también eterno, del amor intemporal. Un amor que lo es para toda la vida, aquel que los amantes románticos reclaman a la existencia como deuda u obligación. Un amor que, en puridad, no puede escapar de los escenarios del teatro o de las páginas de los libros, escenarios imaginarios que todo lo aguantan, y que casi siempre culmina de forma trágica, con los amantes muertos o separados. Es el sino trágico del amor inmortal.

     Orfeo y Eurídice es una ópera que narra el comienzo del amor, el instante del enamoramiento y sus primeros balbuceos y, aunque comienza paradójicamente con la muerte de la amada, su progreso argumental avanza como si dijéramos, hacia atrás. Es, por ello, la historia de la pareja que aún no ha entrado en el tiempo, como nos sucede cuando acabamos de enamorarnos y el mundo nos asombra con la ilusión de lo recién creado, pues el enamoramiento es un tiempo de vida en suspenso, en el que lo posible y lo deseable tienden a confundirse sin remedio. Estamos, pues, en el alba del amor de pareja, en su constitución y en lo que podríamos denominar el mito fundacional de la pareja; aquello que la unió y la hizo singularizarse en el magma de lo anónimo: un encuentro fortuito, un malentendido prolongado, una caza a la que se dio alcance. Cualquier detalle inane puede ser la primera frase de la narración amorosa que luego relatarán al mundo los amantes.

  El mito fundacional de casi todas las parejas de nuestro contexto cultural es el amor, el amor romántico casi siempre, el cariño amistoso de la vecindad en otras ocasiones, aunque también entonces se llame “amor” al lance, y así lo cuentan las parejas cuando nos explican en terapia su historia amorosa.

    Aún no ha habido tiempo para el desengaño o el aburrimiento, que parecen imposibles en esta situación inaugural. Los amantes sueñan con pasar juntos la vida entera, arrullados por el calor de la pasión y de un proyecto común que aún no han tenido tiempo de poner en marcha. Nada saben -o nada quieren saber- al principio los enamorados del nicho familiar del que proceden, ni de las reglas que arrastran consigo y a las que son leales sin apenas ser conscientes; aún no ha habido tiempo de enfrentar los pareceres y juicios de las distintas familias de origen que, amigas o enemigas, Montescos o Capuletos, velan las armas en silente espera. De ahí que el mito que nos cuenta la ópera de Gluck sea ajeno a la presencia de las reglas y de las tradiciones familiares. No hay en toda la ópera la menor alusión a algún familiar más allá de los mismos protagonistas. El escenario sólo lo ocupan Orfeo, su amada Eurídice y el dios que todo lo enreda, Cupido. La pareja, en cierta medida, se funda frente al mundo, separando en la intimidad lo que pertenece a sus miembros y quedando el exterior, aunque no por mucho tiempo, en segundo plano. Una vez ha germinado la semilla amorosa, aflorará el mundo como el escenario privilegiado de la relación: ¿me aceptarán tus padres?, preguntará ella; a lo que él responderá: ¡cómo no van a aceptarte, si yo te amo!, o bien, ¡qué nos importa a nosotros lo que ellos digan! aunque luego hayan de ser esas cosas dichas o no dichas las que amenacen con desconchar la inmaculada fachada del enamoramiento.

   Tras el mito fundacional, que está fuera del tiempo, hay como mínimo dos historias que provienen del pasado y se proyectan hacia el porvenir, y que tienen que ver con los diferentes mapas del mundo que cada cónyuge trae consigo, aprendidos en su propia familia de origen, con sus reglas invisibles, a las que tan leales somos los humanos, con las agendas privadas y secretas de sus expectativas sobre los asuntos de la pareja, o con los roles que poco a poco van a ir adquiriendo en la convivencia diaria.

   Los rituales forman también parte de estos elementos que fundan la pareja y van otorgándole su propia singularidad: unos veranean siempre en la costa, los otros se casaron por el rito balinés, aquéllos se hacen regalos el día de su aniversario, éstos no olvidan invitar a sus familiares en navidad siguiendo las mismas fechas e idéntico orden para evitar los agravios. Los rituales amorosos reiteran la vigencia del momento fundacional en el tiempo y enmarcan también situaciones o circunstancias de especial importancia para la pareja, que a veces comparten con otros y en otras ocasiones tienen un carácter íntimo y singular. Algunas crisis de pareja, nos recuerda Neuberger (Nuevas parejas, 1998) comienzan con esta desritualización de la vida en común, una manifestación del desencanto que es también el desencantamiento del mundo compartido y la pérdida de ilusiones comunes. El abrazo final con el que Orfeo y Eurídice sellan su retorno a la vida y al amor, vencida ya la muerte, olvidados también los celos y las zozobras, sella ritualmente los últimos momentos de la ópera y el triunfo vindicativo del amor.

 

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