
Cuanto más pienso en ello, más me convenzo de la necesidad de que la filosofía ayude al hombre y sea también ella misma un ejercicio terapéutico: el arte del buen vivir. La filosofía debería aportarnos felicidad o su forma más cercana: aceptación. Los anhelos causan infelicidad cuando no se convierten en actos y no se dirigen hacia algún fin. Giran sobre sí mismos y envuelven los pensamientos en una maraña obsesiva. La acción exige claridades y caminos por recorrer. La acción es escribir, conversar, leer, pasear, meditar, tomar un café. No hay más sentido en la vida que el que deriva de nuestra acción, puesta en marcha por nuestras ilusiones.
El proyecto es la forma teórica que toma nuestra ilusión. La meta anticipada, eso es el proyecto. Su mera enunciación, aunque no nos pone de forma inmediata en marcha, nos hace apuntar ya en alguna dirección y parece como si nos llamara a su realización. El proyecto lanza sobre nosotros su sombra acogedora, maternal y festiva, y a ella corremos para buscar refugio.
El proyecto es mi forma de ponerme en pie y preguntarme a dónde dirigiré mis pasos y conocer, en parte, como en esbozo, la respuesta.
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