
Frente a épocas de oscura hipocresía social, de silencios opacos y lánguidos sobreentendidos, se ha instalado desde no hace tanto entre nosotros un razonable culto a la sinceridad. No está mal que se abran los postigos y se oreé la casa, que se limpie de cochambre y de telarañas; y que, finalmente, la claridad luzca en nuestras relaciones al suave ritmo de la amistad o al más agitado de la inquina. No seré quien se atreva a censurar este afán de claridades, incluso a pesar de que sé cuán necesaria se vuelve una cierta hipocresía para actuar sobre las tablas del teatro del mundo.
Pero, ea, arrojemos lejos las máscaras y mostrémonos al mundo tal como somos, si ello fuera posible. Veamos cuánta verdad estamos dispuestos a soportar sobre nuestros hombros.
Todo cambio social trae consigo la emergencia de un nuevo aspecto del ser humano, una variedad nueva dentro del amplio abanico de los roles que podemos ejecutar en una determinada situación social. Parecidos, desde luego, a los de otro tiempo, pero diversos en los matices y las formas. Basta con leer una novela decimonónica para advertir con cuánta parsimoniosa diligencia se trataban hombres y mujeres en virtud de su clase, de su posición social, de su haberes y deudas, de sus expectativas y sueños. Si observamos bien, veremos cómo ejercían sus roles matizando lo que podía y debía ser dicho con aquello que quedaba implícitamente sin pronunciar. El juego social proseguía porque cada individuo conocía las reglas elementales del trato, la urbanidad; es decir, los modelos aceptables –y también los dignos de censura- de la conducta social: el libreto.
Seguramente hoy tacharíamos a esos modelos de excesivamente rígidos, cuando no de puritanos y coercitivos. Con razón. Lo cual no quiere decir que a día de hoy no tengamos otras servidumbres igualmente inhibitorias. Contemplándonos en el espejo de la historia, ha habido un indudable avance, o al menos así lo parece. No quisiera pensar por un momento aquello que señalaba Rousseau: que las cadenas están hoy mejor disimuladas bajo otras guirnaldas de flores.
Partamos, pues, de la creencia de que cada época se piensa mejor que la anterior. A eso lo tildamos de progreso. Algunos, ridículamente, lo llaman “estar en el lado correcto de la historia”, como si pudieran ponerse en la cabeza de un dios omnipotente y saber por dónde van a ir los tiros de lo que ocurrirá, de forma prospectiva. ¡Dichosos ingenuos! O mejor, ¡ingenuos dichosos!
El sincerismo, palabra que no existe -académicamente, al menos- pero que deberíamos inventar, es esa nueva forma de relación que ahora se privilegia en ciertos contextos sociales, en los que la honestidad brutal y la franqueza poco menos que absoluta se tienen por virtudes a cultivar.
No es nuevo esto, aunque lo parezca. Si viajamos al pasado lo encontramos ya entre los griegos de aquella época de crisis social tan parecida a la nuestra que conocemos con el nombre de helenismo. Allí, algunos autores cínicos, con Diógenes a la cabeza, ya defendieron con entusiasmo la parresía; esto es: el hablar con absoluta franqueza, decir la verdad al precio que fuera. Una conducta corajuda que los sabios debían cultivar para enfrentarse a los poderosos, aun a riesgo deponer en peligro la propia vida. Hay, pues, antecedentes del actual sincerismo; pero antecedentes de una época que creyó que, por encima de todo, teníamos que perseguir la verdad, fuera ésta o no de nuestro gusto conocerla y ponerla en práctica y ni siquiera necesariamente beneficiosa para quien la enunciara.
El sincerismo, créanme, no va por ahí. Se trata, en puridad, de otra cosa: un afán de decir mi verdad subjetiva, mi mera opinión, sobre todo cuanto sea opinable y, sobre todo, resultando inmune al efecto que su enunciación cause en los demás. Que te duele, pues por algo será. Que te molesta mi franqueza, pues háztelo mirar. Caiga quien caiga, sobre todo si el que cae es el prójimo, quien, al parecer, casi nunca tiene agallas para aceptar la nuda verdad que brota de mi sincera boca con la fuerza de una torrentera. Algo así como “con todo mi respeto, y no te ofendas por ello, tengo que decirte que me pareces un majadero de tomo y lomo, y no me extraña que te ocurran las cosas que te pasan, con ese carácter que te gastas. Pero créeme que no lo digo para ofenderte, sino porque lo siento así y quiero ser sincero contigo, conmigo, con ellos… No te lo tomes a mal”. El no te lo tomes a mal es a menudo el corolario de todo sincerismo.
Contumaces, pues, hasta el agotamiento. Fiat iustitia et pereat mundus.
El sincerismo se divorcia de la cortés sinceridad en que en ésta hay una consideración del prójimo -quien es otro como yo-, que se detiene ante la ofensa gratuita, el menosprecio y la descalificación. El sincerismo conforma un discurso totalitario, donde mi verdad, aunque relativa, es la auténtica verdad, te duela o no que yo la enuncie así. Una sinceridad exagerada, que se dota del derecho de justificar sus consecuencias en el mero hecho de enunciarse. El sincerismo es, pues, con las palabras, un regreso a la ley de la selva. No por lo que respecta al poder con que soy capaz de sostenerme a mí mismo en el mundo, sino por lo que hace a cuánto daño soy capaz de infligirte sin que te revuelvas contra mí. Hay una rabia oscura contra el mundo en tanto sincerismo. Yo, por mi parte, prefiero la cortesía de las buenas maneras, que vienen a decir al otro que no me es indiferente. Tengo en mucho la máxima de Gracián: “No todas las verdades se pueden decir: una porque me importan a mí, otras porque al otro.”
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