
Un viejo género resucita en los anaqueles de las librerías y lo hace con tal fuerza que su vuelta a la vida merece siquiera algún tipo de clarificación. ¿Fin de época?, ¿crisis existencial o balbuceo de un nihilismo rampante?, ¿justa retribución con que pagar aquella injusticia inicial que nombramos desamor o descuido?, ¿búsqueda de algún tipo de reparación post-morten? Y si así, fuera, ¿reparación para quién y de qué forma? ¿Prestamos ahora mayor atención a los que acaban de morir porque quizá sentimos la punzada de haberlos descuidado un poco mientras estuvieron vivos? No parece que hayamos aprendido bien la lección que los muertos nos enseñan, que no es sino aquella que dice que no debemos llegar tarde al amor. Tal vez para reparar el amor cicateado lo volvemos recuerdo y lo revivimos escribiendo sobre él. Quizás así, de forma oblicua, pedimos perdón o nos arrepentimos.
Me abruma la cantidad de libros que se escriben para rememorar la muerte del padre y el páramo que deja su ausencia al atraer al mundo hacia el sumidero opaco del no ser; lenta, pausada pero inexorablemente, sin escapatoria. La literatura luctuosa como pobre remedo de la inmortalidad de la memoria, que es frágil inmortalidad, pero acaso la única que nos queda, cuando por todas partes nos inundan imágenes de vida íntima que publicitamos en las redes como nunca antes se hizo. Y con las que, no sé, acaso esperamos detener el flujo acelerado de los días, la huida rápida de las horas, escapar de la muerte o dar testimonio de que nos libramos por poco de convertirnos en lo que estuvimos a punto de ser: seres sin apenas substancia ni sombra.
En ninguna otra época de la historia habíamos participado tanto y con tanta frecuencia en la vida de nuestros prójimos. Esos que posan sonrientes o abrumados en las autofotos, para dejarnos retazos de una vida supuestamente vivida, pero al menos inmortalizada no ya en los engramas de nuestro cerebro, sino en la inconsútil materia con que se trenzan los sueños digitales. Miles de huellas que me llevan a pensar en aquello que afirmaba Leibniz cuando decía que cada mónada existe como una perspectiva singular del universo en su propio desenvolvimiento, cuya visión general sólo alcanzaría a captar, me temo, la omnipotente mirada de un Dios Todopoderoso.
Leibniz, por cierto, fue ese filósofo que se atrevió a negar, con absoluta convicción metafísica, la posibilidad de morir, pues la muerte no casaba bien con el plan único de la divinidad y su creación perfecta y definida desde el comienzo de los tiempos: aquel diseño del “mejor de los mundos posibles”, que fue razón suficiente para el fiat divino. Las mónadas no morían, sino que, como una alfombra que hubiera desplegado sus colores y dibujo al desenrollarse en un momento concreto de la historia, volvían a cerrarse sobre sí, como apagándose, quedando así en suspenso hasta el final de los tiempos, cuando llegara la hora de pasar cuentas y ver cuántas mónadas, del cómputo total, se perdían definitivamente para la eternidad. El último racionalista negando la existencia imposible de la muerte y haciendo lo razonablemente posible para que esta verdad resultara poco menos que apodíctica. Fantasía o ecuación: qué más da.
Al menos, valió la pena el intento de conjurar el miedo a desaparecer, que es en lo que se esfuerza la literatura del duelo y la pérdida: rememorar para sostener en el tiempo el testimonio de una vida, la más cercana a la nuestra, a la par que la más misteriosa: la vida huidera del Padre.
Dije al principio que la literatura del duelo se nutre de una larga tradición; y seguramente, al leer esta frase les vino a la memoria el recuerdo de las Coplas de Jorge Manrique, poema emblemático sobre este asunto en nuestra lengua. No han sido generosos los escritores españoles con su reflexión sobre las pérdidas, literatura casi vaciada de un morir que no fuera, como mínimo, heroico, cristiano o esperanzado. Literatura huérfana, que lo fue sin saberlo.
Hay, en muchas de sus páginas, un intento de salvar el abismo y rescatar, incluso más allá de la muerte, ese amor que nos ha de salvar, como cantó Quevedo, otro de los hitos de esta literatura del duelo. Amor que se empareja a la muerte para sobrevivirla en la esperanza de otra vida. O canto elegíaco al amigo caído entre rastrojos o al torero cuya sangre riega el albero en aquellas terribles y resonantes cinco de la tarde que caen como puñetazos sobre el lector despistado. La palabra poética sirve en español para expresar el dolor y el convencimiento de que toda muerte es siempre prematura, porque nuestro destino habría ser una inmortalidad que nos salvase y no unas páginas sometidas a la corrosión del tiempo, como nuestros huesos y nuestros recuerdos y también los de quienes que amamos y sostenemos.
Terminé hace unos días la lectura de un libro sin género (¿novela, testimonio, biografía?) que habla precisamente de todo esto. Un bello libro, sin duda, del búlgaro Gueorgui Gospodínov, “El jardinero y la muerte”, cuya primera frase me abrió las puertas de sus páginas para que las traspusiera sin dudar: “Mi padre era jardinero. Ahora es jardín.” Les invito a que las crucen, para que no pierdan más su tiempo sin amar.
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