A partir de la mitad de la vida, tal vez un poco más tarde, la muerte deja de ser una idea abstracta acerca de la cual pensamos en fríos términos cartesianos, tampoco es esa boutade existencialista que dejamos caer entre dos sorbos de licor, pura retórica ajena a nuestra sensibilidad. La muerte comienza a tener, entonces, una presencia física real, tangible, que palpamos en las ausencias y oquedades que nos dejan en la vida nuestros muertos. Para esas fechas, mediada la existencia, arrastramos ya detrás de nosotros un bagaje de muertes de seres queridos que se han ido difuminando en nuestra memoria, siquiera que alguna vez significaron algo importante alguna vez.
Entre mis recuerdos, entresaco la imagen de la Tía María, en el pueblo, vestida de inveterado luto, esperándome cada noche en la puerta de su casa para empezar a preparar la cena, como una madre adoptiva que lo era durante un mes, en el tiempo de mis vacaciones de verano. O a mis abuelos, Giuseppe y Josefa, uno tranquilo y ya anciano algo alunado y ensimismado, la otra tan inquieta y trabajadora como negada lo fue siempre para la cocina. O a Genís, aquel excarcelado seminarista con el encrespado cabello rojo de Judas, que murió joven de un cáncer de huesos tan feroz como inexorable, justo cuando empezaba a arriesgarse a vivir fuera de los muros de la Iglesia. Mi vida no es pródiga en ausentes, por fortuna, pero los que ya no son fueron para mí personas cercanas y significativas. Su desaparición supuso una pérdida casi intangible, que revela la fragilidad no ya del mundo, sino de mi propio mundo. En mi recuerdo, los echo de menos.
Hay luego otras pérdidas que fueron más bien ausencias. Amigos que ya no están, amores que huyeron un buen día, conocidos a quienes nunca volví a ver. Sus vidas han continuado, pero tan lejos de la mía que a veces pienso que ya no existen, aunque a buen seguro el tiempo se deslice para todos en los diferentes espacios que habitan, deshaciéndonos. Esta lista de ausencias contiene más nombres y es más larga, y a veces uno siente la tentación de urdir reencuentros con ese pasado ido, como si de ellos fuera a surgir la ilusión de un tiempo diferente, eterno, inmóvil, incombustible. La vida, sin embargo, pasa para todos con la sorda brutalidad de lo inexorable, y cada día que hemos permanecido alejados ha ido abriendo más la brecha que separó nuestras vidas.
Retrocedo hacia mi pasado en busca de estos fantasmas y, de pronto, caigo de bruces en un cementerio de nombres, donde todas las ausencias llevan grabadas su propia fecha de defunción; algunas, con la leyenda escrita de su causa: abandono, miedo, huida, deslealtad, envidia, indiferencia, separación. Me arrodillo ante alguna de esas lápidas que guarda la memoria, como si quisiera extraer de ella la vida en forma de derrotado recuerdo. Algunas voces me hablan desde el pasado; otras permanecen mudas, calladas a buen seguro para siempre, silenciadas y silenciosas. La lista de mis decepciones es, por suerte, más larga que la de mis muertos. Los primeros pertenecen al azar del vivir y sus circunstancias; los segundos, a la más oscura, opaca, inclemente necesidad de la parca.
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