En su ópera Don Giovanni, Mozart destruye las reglas del juego social. Don Giovanni es un libertino, un crápula que se aprovecha de las necesidades de los demás. Con sus actos, priva de base a la posibilidad de la comunicación humana, porque lo que se revela en ella es el engaño, la imposibilidad de fiarse unos de otros, la confianza mutua. ¿De dónde le viene a Don Juan esta carencia, esta inseguridad primigenia, esta desconfianza básica por cual, para él, el mundo parece manifestarse como un lugar de aprovechados e intrigantes y egoístas a los que su egoísmo debe vencer?
Cuando su criado canta la famosa aria con que se ufana vicariamente de las conquistas del seductor, estas se presentan como cantidades que emergen de un fondo oscuro, difuso e impersonal, y no como la parte complementaria de un mundo social o relacional en que todos estamos instalados. La cantidad de mujeres seducidas y abandonadas refleja la imposibilidad del protagonista para captar en el Otro un rostro humano, confiable, seguro. La belleza sólo incita a la posesión y ésta, ya conseguida, consume el deseo, pero sin calmarlo. La consumación es una pequeña muerte. Así llaman los franceses al orgasmo, la petite mort. La distensión de una tensión, que diría Freud. Más allá de ese momento extático, no hay relación, sino burla y aprovechamiento. Cabe preguntarse si en esta desconexión emocional de los demás no se muestra el narcisismo del personaje y su falta de entidad profunda. Un ser sin sustancia. Un ser muy de este tiempo.
Ciertamente, si nos definimos por nuestras acciones, Don Giovanni es alguien que no para, un perpetuum mobile que se mueve de aquí para allá para evitarse toda reflexión; toda su vida es acción sin norte, excepto por lo que hace a un punto: la satisfacción inmediata y fugaz del deseo. De su deseo. Un auténtico postmoderno.
Pero, a pesar de ello, Don Giovanni no resulta del todo un héroe antipático, porque en cierta medida también seduce al espectador. Nos vincula con él una cierta afinidad. Su personalidad resulta atractiva, como suelen serlo las personalidades narcisistas. Encantador, sería una palabra que le cuadra con justeza. El espectador no siente la maldad, o la siente mucho menos que percibe el juego, la seducción, el deseo que le guía sin que ninguna traba se le oponga, o superándolas todas, acción sobre acción. Don Giovanni se atreve, en cierta medida, a realizar con sus actos las disolutas fantasías de espectador reflexivo. No es un traidor, figura que llenaría de oprobio y condena social al protagonista de la ópera de Mozart, sino desleal a cuanto no sea su caprichoso deseo. Todo en sus actos tiene que ver con el juego, porque es deseo desatado, pura inmediatez. Engaña, pero aun así los demás personajes, los que han sido engañados, siguen sintiendo por él una cierta lealtad, apenas empañada por los últimos momentos trágicos del personaje. Don Giovanni les ha traído vida a sus vidas. Del seductor se debe escapar, pero él con su magia te detiene antes de que puedas iniciar esa huida salvadora. Torres más altas han caído, parece creer el disipado. Leporello, el criado, en un instante de la obra, jugará a hacerse pasar por su amo, al que tanto admira. Y aun cuando ello esté a punto de costarle la vida y tenga que azuzar el ingenio para salvarse de esa situación peligrosa en que se puso, luego se relame las heridas pensando que fue divertido el fingimiento. Como si nos dijera que el orden social aspira secretamente a pervertirse.
La ópera bufa terminaba casi siempre con una reconciliación final, lo que significaba que el autor aceptaba, al menos nominalmente, las normas sociales vigentes. La música de esa época pretendía también aleccionar, según el uso común de su tiempo: el malo acababa su periplo sucumbiendo o arrepintiéndose de sus pecados y del daño producido por sus actos. Pero tal cosa no sucede en el Don Giovanni. Don Giovanni se niega a aceptar las normas sociales, burlándose de ellas o destruyéndolas al someterlas al escarnio, como si nunca hubieran ido con él. Y lo hará hasta el final, cuando sea arrastrado al infierno por el Comendador. Para expresar esta condena (quien mal hace mal acaba), Mozart utiliza paradójicamente un género que podríamos calificar de benevolente con lo social, un género donde no había mucho espacio para la crítica revolucionaria, sino para el divertimento y el goce, sobrepasándose ciertos límites, pero retornando de nuevo a ellos al poco de hacerlo. Un género, por tanto, que exigía un final que levantara las sonrisas de la alegría de vivir, de hacerlo así y en ese tiempo. No sucede tal en el Don Giovanni. El disoluto es castigado, pero sin el arrepentimiento personal que le habría finalmente salvado. A lo único que don Giovanni ha sido fiel ha sido a sí mismo, de principio a fin.
Don Giovanni va a enfrentarse a su destino cuando se vea cara a cara con el Comendador. La suerte está echada, pero el empecinamiento del protagonista le lleva a no torcer su voluntad. Don Giovanni ha sido un disoluto, ha negado la ley, los compromisos afectivos, la confianza de hombres y mujeres; y hará llegar su no hasta el final. Un no irreflexivo, un no que es como el propio protagonista, puro impulso sin reflexión. El rebelde no se arrepiente, aunque sea la propia Muerte, simbolizada en el Comendador, quien se lo pida. No pudo hacerle cambiar el amor, tampoco lo hará la desesperación. Don Giovanni se mantiene irredento en su rígida negación. No es él, sino el mundo quien debería cambiar; fiel a su modo de entender la realidad que le rodea, son los otros los que se equivocan, los que tienen una visión distorsionada y falsa de la realidad. Podríamos imaginar que esta reiteración, llevada hasta sus últimas consecuencias, sería la que abriría la puerta a la posibilidad de una redención terapéutica del personaje, si la obra no terminara con su condena. Don Giovanni podría salvarse si reconociera las pautas repetitivas con que se enfrenta a los demás y se relaciona con ellos. Pero Don Giovanni no quiere hacerlo porque no siente que con su conducta haya provocado más sufrimiento que aquel que los otros han aceptado sentir. Decidió, en su momento, gozar de los placeres hasta el final y a eso sí se ha mantenido fiel. No podía salir bien librado, pues ni las convenciones de la época ni la obra literaria que servía de base a la tragedia lo hubieran permitido. Don Giovanni se condena, no tanto por los pecados cometidos durante su vida, cuanto por la rigidez con que ha vivido su existencia. El pecado mayor de Don Giovanni no es haber querido gozar, haber llevado una vida disoluta, haber incluso hecho daño a quienes se acercaban a él incautamente, creyendo acaso que el amor lo puede todo y es capaz de obrar milagros; el mayor pecado de Don Giovanni estriba en su coherencia, en la rigidez con que asume lo que ha hecho y no deja resquicio alguno para la crítica de su propio comportamiento. La coherencia de quien se cree investido por una verdad que los demás desconocen.
El coro final Questo è il fin di chi fa il mal ("Este es el fin de quien hace el mal” es alegre, pero sólo amargamente alegre, puesto que Don Giovanni, el pecador, el condenado, va a seguir pesando sobre la vida de todos aquellos de quienes se burló. Don Giovanni sale vencedor en la memoria de todos nosotros, porque el mal, el peligroso seductor y el cinismo se hacen presentes en la memoria con mayor claridad que las cosas bellas y virtuosas. De otro modo, no tendrían los filósofos tanto interés en recordárnoslo, si no fuera porque vitalmente esta (Questo è il fin di chi fa il mal) es una mentira que no se sostiene. El mal triunfa, aunque con suerte nos libremos de él por un tiempo.
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