No hay que ser muy avispado para darse cuenta de que nos pasamos toda nuestra vida envueltos en relaciones, y una buena parte de la misma lo hacemos en pareja. En este último caso, cuando no la tenemos, imaginándola y buscándola; y cuando al fin estamos en ella, disfrutándola o poniéndola en cuestión, tal es nuestra naturaleza paradojal. Un destino biológico y social nos aboca, pues, a la relación humana. Somos seres -por naturaleza y ambiente- relacionales. No sólo la biología, sino la propia cultura y nuestros afanes más individuales nos empujan siempre hacia los otros. De unos seremos amigos; de la mayoría, colegas y compañeros; y de uno singular nos enamoraremos y desearemos integrarlo como parte de nuestro propio proyecto vital en nuestra vida. Decía Ortega y Gasset que amar a alguien es "estar empeñado en que exista". Hermosa definición que nos ilustra sobre uno de los rasgos más característicos de la pareja, organización humana en que se entremezclan en un mismo tiempo los proyectos vitales de dos personas. La pareja no es un mero encuentro, aunque por él comience, sino un empeño, algo que nos pide el esfuerzo cotidiano y que parece exigir duración. No es natural, ya lo he dicho, sino social y cultural. Si fuera natural, nos bastaría el instinto y no la elección. Nos acoplaríamos como los gansos o las garzas, así, sin más. Pero lo cierto es que no ocurre así, sin más.
La pareja, como tantas invenciones del ser humano, es una organización de expectativas comunes, proyectos compartidos y deseos. No es la procreación lo que persigue como fin último, sino la satisfacción y hasta la felicidad, entendida no como algo etéreo e inalcanzable, sino como el desarrollo y cumplimiento de nuestro programa de vida. Como esto no es mera biología, la pareja siempre es hija de su tiempo, y muda su rostro como lo hacen los avatares de la historia, los valores y creencias de clase y las propias circunstancias vitales.
La pareja ha sufrido una profunda transformación en los últimos años, al ritmo delas transformaciones socio-culturales que la han afectado. Su evolución ha corrido paralela a la de otras instituciones de nuestro ámbito cultural, con suerte dispar. Si no tuviéramos en mente tales cambios, ¿cómo podríamos ser operativos nosotros, los terapeutas?
Categorizamos para hacer manejable el conocimiento adquirido. Sabemos que categorizar es resumir y generalizar. Y, en ese sentido, podemos decir que hoy tenemos ante nuestra mirada tres tipos genéricos de pareja: la pareja patriarcal, la pareja moderna y la pareja postmoderna. A veces conviven en el seno de una misma familia.
Lo más llamativo en su evolución es que nos muestra la vulnerabilidad de la pareja al sistema productivo dominante y a las variaciones que éste sufre, así como a las consecuencias que estos cambios provocan. Hemos ido evolucionando desde una organización productora de bienes -cuando estos no eran muy abundantes-, como ocurría con la pareja patriarcal, inserta en el seno de una red formada por la familia extensa, a la actual pareja consumista, en donde el predominio de lo individual y hedónico alcanza altas cotas de expresión y dominancia.
Dada pues, la diferente finalidad y propósito de la pareja actual respecto de la del no tan finiquitado pasado, no debe resultarnos extraño el desajuste que se produce en cuanto a las creencias y las prácticas o las disonancias entre el pensar y el hacer. El terapeuta no está exento de la necesidad de poner en suspenso (epokhé) sus propias creencias al trabajar con parejas. Seguramente porque hemos crecido en familias que se parecen cada vez menos a las actuales, habremos de estar abiertos a las nuevas formas que la pareja de nuestros días ensaya para sobrevivir.
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