
Del nacimiento a la muerte, los seres humanos atravesamos diferentes etapas de crecimiento, que suelen venir precedidas de crisis más o menos profundas.
El ser humano, como cualquier otro elemento de la naturaleza, está sometido a un incesante proceso de cambio y transformación, como le ocurría al río del que nos hablaba Heráclito. La vida humana nunca se detiene, de manera que vivir es atravesar etapas de crecimiento continuo a lo largo de nuestra existencia.
Los que tenemos cierta edad sabemos por experiencia que el tiempo pasa rápido, que parece acelerarse con la edad. Frente a los más jóvenes, que siempre son impacientes, el adulto más afortunado puede haber llegado al convencimiento de que conviene no tener prisa, y a hacer de la espera una actitud vital y de la paciencia una virtud.
Llegar hasta aquí no es sencillo. Probablemente ha empleado en ello el esfuerzo de muchos años. Parece que la vida se empeña en ponernos siempre ante la paradoja; y así, cuanto más tiempo tenemos, más grande es nuestra impaciencia por alcanzar metas y logros que luego aprendemos a considerar relativos. Ser adulto consiste en aprender a moderar la impaciencia.
Sin embargo, con cuánta frecuencia estamos los padres al borde de perder esa paciencia tan arduamente ganada cuando nuestros hijos abandonan el predecible terreno de la infancia para arriesgarse en el más arisco pedregal de la adolescencia. Ese tránsito, ¿cuántas dudas y retos no nos plantea a nosotros, los adultos? Parece que hayamos olvidado que también nosotros tuvimos que pasar por el trance que ahora ellos están viviendo; y nos da la impresión, desde la distancia que pone la edad, de que la nuestra fue una etapa compacta y completa, sin fisuras. Aunque la realidad, si la dejáramos hablar, vendría a indicarnos lo contrario.
La adolescencia, como ocurre con la niñez, no forma un bloque único, sin aristas. Es más bien una etapa dilatada en la vida del individuo, que se alarga desde la pubertad hasta que la persona ha encontrado lo que podríamos llamar su lugar en el mundo. Desde la dependencia inicial de los mayores, los adolescentes hacen un largo viaje hacia la autonomía y la responsabilidad. No es fácil. Ni para ellos, los adolescentes, ni para nosotros, los adultos. Es un viaje que empezamos casi sin brújulas ni mapas, y con un destino que al principio se nos antoja incierto y muy lejano. Un viaje que se va aclarando conforme transcurren los primeros años de la travesía, si de nuevo tenemos paciencia para esperar que ello suceda.
A menudo caracterizamos al adolescente como alguien inestable, rebelde o contestatario. Alguien, en suma, capaz de desequilibrar nuestra plácida existencia. Cierto que reclama y contesta, y que exige por encima incluso de lo que estamos a veces dispuestos a tolerar. Pero no es lo mismo educar a un adolescente que bordea la pubertad, ese momento en que las hormonas hacen estragos en su estado anímico, elevándolo o derribándolo con una velocidad que nos pasma; no es lo mismo, digo, que tener que vérselas con un adolescente ya crecido, en las lindes de la mayoría de edad, con un proyecto de vida trazado en líneas generales y con capacidad para llegar a ser autónomo en poco tiempo. ¿A qué adolescente, pues, nos referimos cuando hablamos de la adolescencia?
Todos tiene algo en común, a pesar de las enormes diferencias que los separan: desean ser tenidos en cuenta, desean que los escuchemos, que oigamos sus deseos y sus ideas sin rechazo, que los aceptemos en lo que son y en lo que están intentando llegar a ser.
El adolescente no es un adulto, pero tiene las mismas necesidades que cualquiera de nosotros. Le duele fracasar, no ser comprendido, teme no estar a la altura y, sobre todo, tiene una fuerte crisis de confianza en sí mismo, que busca apuntalar en nuestra mirada o en la de los que por edad están más cercanos a la suya. El adolescente quiere aprender, quiere divertirse, quiere ser escuchado y tomado en consideración. Podemos objetar sus puntos de vista y razonar con él, pero es condición necesaria que previamente le hayamos escuchado. Debe sentir, en lo afectivo, que nos hemos puesto un poco en su piel, aunque sea para llevarle la contraria o matizar lo que nos ha dicho.
No hay que olvidar que el adolescente es un ser humano en crecimiento. Ya no es un niño; ya no volverá a serlo jamás. Esta es una pérdida que muchos adolescentes sufren casi sin percatarse. Y es necesario que hagan un duelo por esa infancia que se les va y en la que podían comportarse como niños, sin asumir responsabilidades ni deseos, sin apenas fracasos ni crisis. Pero el adolescente aún no es un adulto y arrastra todavía muchas inseguridades que oculta a ojos de los demás con actitudes chulescas y desplantes.
Los adolescentes parecen mayores porque su cuerpos son casi como los de un adulto; pero aún necesitan sentir que confiamos en ellos, que somos cariñosos y comprensivos con sus debilidades y que cumplimos lo que decimos; en suma, que somos coherentes.
Los padres, los adultos, son el principal modelo de comportamiento de los hijos. Aunque no lo parezca, siempre vamos con ellos. Nos llevan consigo como parte de su equipaje vital y suma de sus experiencias, que necesariamente han de contrastar con su propia realidad y sus circunstancias. Ciertamente, no siempre salimos bien parados de esta difícil comparación.. No resulta fácil ser un modelo sin mella ni tacha. Posiblemente no podremos serlo jamás.
La mayor parte de los adolescentes son rígidos, por inseguros. No han aprendido aún esa lección de vida que nos enseña que vivir es caminar entre y con incertidumbres. Ellos nos exigen certezas; quizás más sencilla y humildemente, nosotros les podemos ofrecer modelos coherentes de conducta. Nada más, pero tampoco nada menos que eso.
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