
No hay sentido en las cosas que me suceden, pero sí lo hay en mi forma de afrontar las cosas que me suceden. Pero también hay un límite a esto. Soy incapaz de ver que alguien pueda explicar a un padre cuyo hijo ha muerto las razones de esa pérdida, y pienso que si las hubiera, por fuerza serían absurdas e irracionales. No podemos hacer lo que aconsejaba Séneca para no sufrir y cuando sabemos que alguien ha perdido a un hijo, en vano le recordaremos que lo ha devuelto para que se resigne a no tener lo que nunca en el fondo se tuvo, pues no hay consuelo alguno en tal sinrazón. Tal vez porque no hay sobre ello consuelo, ni siquiera razonable; y sólo quepa, acaso, la resignación irracional –que ocurre cuando ya se ha superado toda capacidad de sentir incluso dolor, en el embotamiento de la existencia- o ni siquiera ésta, pues no hay resignación donde el dolor se vuelve insoportable.
Un padre prefiere mil veces morir él que ver morir a un hijo. No le arredraría ni la muerte más dolorosa si supiera que, padeciéndola, lo mantendría a aquél con vida, aunque la razón nos dicte en frío que todos hemos de morir y, por tanto, que también eso sería un esfuerzo llamado a disiparse. La muerte aparece como lo definitivo y la clausura de todo sentido. Es vano pensar un sentido más allá de ésta, pues de haber algo superaría con creces nuestra capacidad de comprensión y es aquello que algunos esperan con fe, es decir, con una esperanza que está más allá de toda esperanza y sobre la que no cabe hacer razonamiento alguno, pues se tiene o se carece de ella.
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