El gesto de Caín

Publicado el 16 de mayo de 2025, 20:47

   Tengo que confesar que, desde hace ya unos cuantos años, siento una inexplicable fascinación, algunos la tildarán de morbosa, por la historia de Caín y Abel y el fratricidio original. Me viene de lejos, como digo, y en oleadas, según el momento del ciclo de vida en que me encuentre. No persiste por épocas, sino que a menudo desaparece como las aguas del Guadiana, para despuntar inesperadamente donde menos esperaba que lo hiciera: en un museo, contemplando una pintura, o visionando una película, o entre las páginas de una novela que leía con cierto desmayo. Basta un insignificante estímulo externo para sentir que el interés por este mito bíblico despierta otra vez y crece en mí como hiedra venenosa, como madreselva trepadora escalando las paredes en que habito y el mundo, anodino hasta ese instante que rompe lo cotidiano con una idea o la sombra de una idea. Lo advierto así un poco para justificar la elección de mi última lectura, la de un brevísimo libro de Massimo Recalcati, que lleva por título el de esta entradilla y una portada donde se puede ver parte de la pintura de W. Blake The Body of Abel Found by Adam and Eve (Adán y Eva encuentran el cuerpo de Abel) y que, como ya adivinan, trata del primer homicidio bíblico.

   Imbuido por una cuidadosa lectura de Lacan, Recalcati sostiene en el libro que antes que el amor y que la solidaridad entre los humanos fue el crimen, y que la violencia está inscrita en el corazón de la especie como una fuerza perturbadora, pero no instintiva o animal, sino plenamente humana. Pues lo animales no asesinan, aunque maten por mero instinto de supervivencia o defensivo, y sólo el hombre lo hace porque a veces la sola existencia del Otro se le hace insoportable. Pues le señala el límite y al tiempo una imposibilidad de ser plenamente y de bastarse a sí mismo. El Otro exilia al hombre del cumplimiento de su deseo de serlo todo, pues hay algo (o mejor, hay alguien) que lo limita y pone fronteras a su deseo pleno de autosuficiencia. No es casualidad que Recalcati encuentre unos más que sospechosos parecidos con otro mito que cuadra también al espíritu de nuestra modernidad: el mito de Narciso, el personaje que sólo puede amarse a sí mismo o perecer ahogado en su intento de ser todo (el amante y lo amado) solo para sí.

   Caín es una víctima de esa pulsión dirigida a sí mismo y violentada por la presencia de su hermano, pues ha de observar con envidia y rencor creciente cómo los dones que sacrifica Abel a Dios son preferidos a los suyos, sin que haya en esta preferencia razón alguna más allá del arbitrario capricho de Dios. El drama de Caín ocurre en su interior:  querer bastarse a sí mismo y ser suficientemente amado por sus padres y tropieza con la figura de un hermano, alguien de su misma sangre y carne, el usurpador, que le priva de ambos objetivos. Mientras exista Abel, Caín no puede ser sino un enorme odre cargado de envidia y rencor, disimulando ante la exigencia social de que los hermanos, por la fuerza de las entrañas, debieran amarse.

    Sólo el crimen, paradójicamente, logrará redimirlo de su desmesurado pecado de querer serlo todo para sí. La muerte de Abel abre la posibilidad de que Caín atraviese el estado de la negación irresponsable (¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?), la huida errante por tierras inhóspitas, marcada su frente por la señal del crimen, marca que impedirá así mismo que otros se venguen de él aplicando la regla caudina del “ojo por ojo” y funde finalmente una ciudad  –Enoc- y dé ese mismo nombre a su hijo, pues Enoc significa en hebreo “inicio” o “inauguración”, pero también “dedicatoria”.

    Así es como, dice Recalcati, el criminal Caín atraviesa la maldición y resurge por la asunción responsable de la culpa, que le hace dueño de sus actos y que lo sitúa en el terreno de la ética, pues es por la ética que cualquiera de nosotros puede ya responder y dar razón de sí, de sus acciones y elecciones. Con Enoc, su hijo, Caín inaugura un nuevo estadio de la psique humana y una cierta redención por la asunción de su responsabilidad. Figura, pues, doliente la de Caín, mas no la encarnación del mal, sino de lo humano. Lo más humano que hay en nosotros.

     Caín se convierte en padre y edificador desde el momento en que asume que el mal no lleva necesariamente al mal, sino también, por la enmienda, a la voluntad de engendrar y crear algo bueno: Enoc, la ciudad y el hijo, fruto ambos de la toma de conciencia y la asunción plena de nuestra naturaleza relacional.

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