Ese pasado que llega

Publicado el 24 de mayo de 2025, 23:05

    Al cruzar el meridiano de los cincuenta comenzaron a ocurrirme algunos hechos que considero inexplicables y ante los que debo confesar que me hallaba por completo desarbolado, inerme. Imprevistos que, a buen seguro, lo fueron para mí, no para el género humano en su conjunto. Aún hay eventos, asuntos, problemas que la mayoría se explica razonablemente y que, a mí, en cambio, me tienen a maltraer, abatido como un animal cegado por la luz repentina en medio del asombro y la perplejidad. Sucede, según creo, porque yo fui de niño, cuando apenas cargaba vida sobre mis espaldas, perpetua nostalgia. Ahora soy un adulto que acaso sospecha que toda nostalgia es un caso perdido de candidez, un trasluz inane de espesa e ingenua melancolía.

    Antes, como digo, tenía escasa experiencia de vida y, sin embargo, era yo en aquella época un muchachito pesaroso y soñador, como cualquier aprendiz de artista que se precie, y acostumbraba a perderme en divagantes ensoñaciones, rememorando lo que había ocurrido durante aquel último verano, las eternas vacaciones de la existencia; todo ello, adornado con gran lujo de detalles y taraceando mi memoria con los más mínimos fragmentos del recuerdo, hasta la morosidad más morbosa y obsesiva.

     Ahora, cuando ya crucé la mitad del camino de la vida, y acaso un poco más, me siento inesperadamente lanzado hacia el futuro, con el ímpetu irrefrenable del deportista que ve acercarse la meta o el afán desmesurado del cazador que persigue una pieza herida, sin que pueda dar a estas sensaciones ninguna explicación razonable más allá de aquello que decía del tiempo el poeta: que ni vuelve ni tropieza. Será eso: que camina y a veces lo hace a pasos agigantados, como con prisa.

    Por ello es ahora cuando esas cosas que me suceden me resultan tan sorprendentes como inesperadas. No sé si a otros les ocurre algo parecido; seguramente también, y con toda probabilidad, les sucedieron antes que a mí, cuya naturaleza póstuma siempre reivindiqué con un acto de injustificable coquetería; pero a mí me ocurren ahora, hoy mismo, y cada vez con mayor frecuencia. No porque yo las busque -soy, en el terreno de la indagación, un flemático de manual-, sino porque vienen a aparecer en mi camino de forma sorpresiva, no sin alegría ni sobresalto por mi parte, feliz del acontecimiento, inquieto también por su novedad. Lo que me sucede es simple, quizás primario y elemental. Y tiene que ver con los recuerdos.

    Tengo amigos en el pasado de la vida a los que hace un centón de años que perdí de vista, no en mi memoria, pero sí en el discurrir cotidiano de sus existencias; amigos prehistóricos de cuando ni yo ni ningún otro éramos nadie, amigos de los que sólo de forma ocasional me acuerdo con un recuerdo desvaído y feliz, como de azogue descascarillado, y con la ayuda, si la necesitara, de unas fotografías cuyos colores ya se fueron diluyendo poco a poco en la grisura, como aquellos objetos abandonados descuidadamente a la intemperie que se oxidaron. Sé que han seguido viviendo sus vidas singulares, que han triunfado –o no- navegando el cauce de sus diversos intereses, que han dado cumplimiento –o no- a las promesas que entonces apuntaban. Sospecho que con toda probabilidad en sus existencias diversas debieron hacer un hueco para la alegría y otro para la desdicha, aunque no haya sido testigo ni pueda dar testimonio, en puridad, ni de la una ni de la otra. Lo creo así porque es de ese modo como nos ocurre la vida a todos, sin que valga en ello excepción alguna, sino sólo sonoridades diversas. Los hay estrepitosos y otros, como yo mismo, más silentes.

   Pues he aquí que sucede, acaso por la edad, que, después de tantos años y tanta vida desmochada, un correo me trae sorpresivamente breve noticia de algún reencuentro, o alguien, de buena fe, me coloca con un mensaje inesperado en el umbral de aquel pasado ya vivido con el alegre desenfado que solo son capaces de trasmitir quienes estuvieron en la ignorancia por más de treinta años, aunque malvivieran fugazmente presentes en nuestra memoria. La red del azar teje hilos invisibles sobre la vida vieja y la hace cercana de forma inesperada, como si recosiera lo que el tiempo descosió.

    Me alegra recibir noticias de antaño, pero no porque yo sea aquel enfermo de nostalgia que fui durante mi infancia, sino porque me atrapa una naturaleza curiosa que se complace en dar testimonio de los caminos recorridos. Cada hombre es una novela en potencia y, a menudo, el muladar de numerosas historias olvidadas. Cada uno es protagonista de una y secundario en muchas otras vidas, acaso ignorándolo. La memoria falla, se pierde la pista de un amigo, no por desidia o desinterés, sino porque la vida misma tiene su propio ritmo de sístole y diástole. Y cuando los viejos amigos regresan, al cabo de muchos años, traen con ellos la sonrisa del reencuentro, ligera y feliz. Somos los que fuimos y también algo muy diferente a todo esto: lo que pudimos haber sido. Yo no quiero saber nada de cómo fui entonces, pero sí me llena de dicha conocer cómo fueron los otros y en qué empeñaron luego sus vidas. Siento más curiosidad por mi prójimo que por mí mismo, acaso porque los otros forman el mosaico que finalmente me constituye. Hay teselas que se perdieron y otras que encontramos con la misma felicidad con que el bibliómano se topa con una rareza hallada por sorpresa en la cesta de libros del ropavejero. Parece, llegados los cincuenta, que la vida se completa para dar testimonio de su circularidad. Nos pasa como el tópico del asesino: sentimos una irrefrenable necesidad de retornar al lugar del crimen. O al momento en que fuimos solo promesas, todo aún por cumplir. El instante en que brillo la amistad y un horizonte despejado, y en el cual la vida era sólo potencia, y sueños de conquista y seducción.

   Que los viejos amigos se acuerden de uno y que ese recuerdo no quede en la antesala de la memoria, sino en el mismo umbral de la acción, es algo que merece ser alabado, porque pone en evidencia que hay hilos invisibles que aún nos conectan. Un hilván tenue que, sin embargo, sujeta.

 

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