Caín y Abel

Publicado el 21 de mayo de 2025, 0:06

  El Libro es parco en noticias acerca del modo de vida que compartieron Caín y Abel. Un silencio craso se cierne como el espíritu del olvido sobre las aguas de la infancia y la primera juventud de aquellos muchachos y sus costumbres. Ignoramos casi todo lo que habríamos de saber sobre sus juegos, sus risas compartidas, sus complicidades viriles; nada sabemos de cuanto confabulaban mientras paseaban por los campos feraces, en descuidada camaradería, o de su elección de oficio y del empeño que pusieron en ejecutarlo; nada de sus distintos caracteres, ni del color de sus cabellos ni de sus gustos e inclinaciones. El recuerdo ancestral solo nos ha legado la imagen de uno de ellos arrebatando con brutal salvajismo la vida al otro, hurtando a la mirada el resto de la historia, que quedó en la penumbra y que podría haber dado algún sentido al crimen si la envidia no fuera, por sí misma, razón suficiente para excusarlo o comprenderlo.

  De aquel tiempo lejano, ágrafo aún, viene a través de los siglos que el odio hacia los de la propia sangre se apode cainita. El odio marcó con sello indeleble la frente y aún más la mirada de quienes no supieron vivir sin verter sobre los campos la sangre de los suyos, sin arrastrar su cuerpo malherido sobre rastrojos, hasta dejar a sus espaldas un rastro tintado de oscuro, sin ocultar bajo las piedras el cadáver incriminador, la prueba del pecado, el hedor miasmático de la rápida corrupción de la carne. Pero Caín, de un modo u otro, lo hemos sido todos en alguna ocasión, y por ello seguimos arrojando la misma pregunta contra ese cielo enmudecido, indiferente: ¿acaso habré de ser yo el guardián de mi hermano? Pregunta que, justo es señalarlo, recibe siempre la callada por respuesta. Y quien calla, como con justicia suele afirmarse, otorga. El silencio de Dios siempre dona algo, pues cualquier indicio tiene allí cabida; tan generoso se muestra este silencio que cabe hacer de él el uso que más nos convenga. ¿Acaso debería ser el guardián de mi hermano? ¿Acaso no debería él guardar mis espaldas?

   Pero si por curiosidad deseásemos conocer algún detalle de la intimidad huidiza de estos hermanos, deberíamos recurrir a lejanos vestigios heterodoxos que no tuvieron cabida en el Libro, pasajes incompletos que el tiempo, sorprendentemente, ha salvado del polvo, escritos acaso tan antiguos como los veterotestamentarios, pero que quedaron fuera del canon por tratarse de meras leyendas o interpretaciones sugerentes, pero herméticas y delebles. Como si los compiladores hubieran olvidado de pronto que los capítulos de la Biblia donde se nos narra la historia de Caín no fueran en sí mismos partes de una leyenda, un signo, una cifra simbólica que debe ser interpretada, pura mitología al cabo. Mitología por hallarse fuera del tiempo, y simbólica por dar cuerpo, o mejor voz, con la metáfora de aquel crimen, a algunos sentimientos execrables de carácter universal que de un modo parecido acechan en nuestro corazón: la nuda envidia, y el rencor que crece a su sombra.

   Dichos fragmentos relatan sucesos y dan detalles que no aparecen en la escena tradicional, como el aspecto del arma asesina: una piedra, un palo, la nuda fuerza de los puños o el mordisco salvaje, la dentellada brutal de la bestia sobre el cuello palpitante de su hermano. Caín, relatan, se mancha el rostro con la sangre caliente de Abel; no solo lo asesina, sino que, violentando de forma despiadada el cuerpo inerte del muerto, prueba con deleite la sangre que acaba de derramar, descubriendo con sorpresa que su sabor metálico resulta agradable al paladar.

   Algunos de estos relatos cuentan que, noches antes del crimen, Eva se enredó en unas pesadillas que revelaron el presagio del animal que yacía agazapado en su primogénito, gozoso depredador, y la imagen de un hijo convertido en un amasijo informe de huesos y carne desparramado por los campos. Nada hizo, si así fue.

   Caín, rehén de la tierra, ofrece a Dios los primeros frutos de una cosecha que este año la sequía ha vuelto escasa, diezmo agostado que no resulta del agrado divino, ofendido por lo cicatero del gesto y la ofrenda; en cambio, Abel, transeúnte de praderas, sacrifica el lechal más tierno y puro, con el que seduce al vetusto dios tonante, pues de alguna manera intuye que ese Dios ama de forma especial el sacrificio de los primogénitos. Sin motivo para tal preferencia; solo preferencia, sin más. Siembra así el Señor, a sabiendas o no, la semilla de la discordia entre ellos, mientras Caín madura la oportunidad de quedarse a solas con Abel, quien, incauto y confiado, acompaña al mayor al campo, como ha hecho siempre, esos campos donde en otro tiempo se cruzaron confidencias y risas de hermanos. El primogénito siente la ira profunda de la postergación como un cuchillo de filoso filo sajando sus entrañas. De algún modo, sabe que nada podrá diluir esta rabia que nace de un cierto abandono y de una inevitable comparación. Caín, el hijo postergado. Por ello el crimen feroz. Desaparecido el hermano, resuelve, en una embriaguez propia de su enajenación, que ya no hay razones para semejante postergación. Caín asesina a su hermano para postularse como hijo amado, como hijo digno de recibir el amor a espuertas. Caín desea rehacer la historia a su manera, haciendo desaparecer el yerto cadáver de Abel, cuyo cuerpo, según narra la leyenda, incluso la misma tierra vendrá a rechazar, pues no puede haber tumba para ningún hombre hasta que no se le retribuya por el barro primigenio con que conformó Dios al padre de todos ellos, al avejentado Adán. El primero que hubo tiene que ser el primero en regresar al barro, inaugurando así una lógica ley de vida. Adán, que en hebreo quiere decir arcilla. El nombre con el que se le conoce es, en no poca medida, el del objeto que le dio forma, hombre de barro, inconsistente, fácil de seducir y ablandar, dúctil y maleable; tierra húmeda con que se fabrican también las vajillas o los recipientes que, como el alma, fueron moldeados para contener en su interior al universo entero, sus montañas, sus cielos o sus abismos. Pero Adán, la palabra que lo nombra, también hace referencia al color bermellón de la sangre derramada que su hijo hará correr sobre la tierra como regatos de arcilla diluida. Como si ese vínculo significativo del nombre y el sujeto pusiera en claro que no habrá sino sangre mientras el hombre habite en este mundo, que ese es su destino, y Caín no fuera más que el extremo legatario de una cadena de asesinos y predadores, el primero que alzó la mano contra los suyos, pero no el único. Los hermanos, siempre los hermanos. La más feroz, empecinada y constante de las guerras, la guerra civil.

   Los muertos siguen actuando sobre los vivos cuando ya no están, como memoria, remembranza o ideal; y mientras Caín cayó en la cuenta de que con su crimen no iba a revertir la usurpación, Eva gestaba ya para Adán un nuevo vástago, Set, el sustituto, ignorante aún de que la simiente de esta raza manchada se extendería sobre la tierra como una obscena mancha de lepra. No hubo cura para el dolor de Caín, porque quien nació en la postergación jamás logrará encontrar en este mundo alivio para su mal.

    Ese dolor es la marca de Caín.

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Comentarios

Roger
hace 24 días

Que feliz iniciativa !!