
Por otro lado, a veces se olvida que la infidelidad es una ruptura de un compromiso adquirido entre dos adultos. A menudo, cuando la pareja tiene hijos, es fácil que el cónyuge engañado sostenga la creencia que esta ha sido una acción dirigida contra la familia. No es raro escuchar a uno de los miembros de la pareja decirles a los hijos: “mira lo que tu padre o tu madre nos ha hecho”, incluyéndolos así en un asunto que, aun afectándoles, no es de su competencia como hijos.
La infidelidad es un acto contra la intimidad y exclusividad de la pareja, pero la creencia de que es una acción que dinamita a la familia está muy extendida, porque la onda emocional de choque (M. Bowen) sí afecta al conjunto del sistema. Esta extendida creencia complica la posibilidad de hacer un trabajo de reparación, porque suele dividir tanto el tiempo de vida de la pareja (hubo un antes y ahora hay un después) como la alianzas y coaliciones que se formen a raíz de este evento (ahora hay buenos y malos). Con no poca frecuencia, las personas heridas que acuden a terapia de pareja por causa de una infidelidad inesperada creen que vienen a un juicio, buscando un castigo o un reproche para el cónyuge infiel, así como algún tipo de corolario moral de todo este asunto. Esto limita aún más el trabajo de reparación.
De hecho, sólo hay dos posibles salidas buenas a cualquier crisis profunda de pareja, y la infidelidad suele serlo: o se divorcian con el menor daño posible hacia ellos y sus hijos, por la deuda amorosa que contrajeron con los años, es decir, por aquellas cosas buenas que se ofrecieron durante el tiempo de vida en común; o renuevan, si es posible, un contrato de pareja que, en sus aspectos más esenciales, quedó caducado. Dos buenas, aunque no siempre fáciles, soluciones frente a la tentación de hacer uso de esta situación de la vida para mantener un castigo perpetuo sobre el otro cónyuge y un rencor que se cristaliza en la relación hasta el hastío, ocupando todo el espacio relacional.
A veces preferimos no pensar que, cuando nos emparejamos, lo hacemos en cierta medida “para siempre”. Eso no quiere decir que vivamos para siempre con esa persona con la que un día iniciamos una intimidad singular; sino que esa persona va a formar parte ya de nuestra vida por haber sido significativa en ella durante una parte de nuestro trayecto vital. Fue, diremos, nuestra primera pareja, o la madre o padre de mis hijos, o alguien que no pasó fugaz ni inanemente por nuestra vida. No tenemos un borrador mágico para eliminar las relaciones que fueron importantes en algún momento de nuestra vida porque hayan devenido con el tiempo en fuente de dolor o de un malestar profundo. Aunque sea como recuerdo, esas personas forman parte de nuestra experiencia de vida y de nuestros aprendizajes humanos.
Nuestra vida no está compuesta únicamente por aquellas cosas que hicimos o por las personas que nos acompañan ahora, sino también por aquellas que renunciamos hacer o por los individuos que ya no están en nuestra vida. Las ausencias, las renuncias, los caminos no elegidos, conforman las sombras que proyectamos en nuestro existir. Es mi teoría del queso Emmental; somos como esos quesos suizos: los agujeros, mal que nos pese, también forman parte del queso.
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