Por qué debemos leer ...

Publicado el 19 de septiembre de 2025, 22:17

Por qué debemos leer a autores muertos hace, al menos, una década. Un inédito póstumo de L.[1]

 

   A pesar de la perplejidad que entrevió en su mirada y en su ceño fruncido, en posición escéptica, L. siguió perorando con entusiasmo con el displicente F. sobre el vistoso apotegma que le había servido como premisa general de su reiterado argumento. ¿Por qué sólo debemos leer a escritores muertos? Sintéticamente, el juicio de L. podría resumirse en varias premisas encadenadas (quod erat demostrandum) y unos pocos corolarios, que consignó en esta memoria con su letra rápida y apretada.

 

  1. Un escritor muerto debería dejar, en teoría al menos, una obra conclusa, cerrada. Si a uno no le gusta, puede arrojar a la hoguera del olvido sus libros sin provocar en el artista ningún tipo de quebranto o malestar, ya que en ese estado seguro que ya le importan una nonada nuestras bien trabadas opiniones.

 

  1. Si, por el contrario, su estilo es del gusto del lector (del mío, en este caso, clarificó L. con vehemente gesto), la muerte garantiza que sus temas ya están cerrados y sus decires clausurados, incólumes para toda la eternidad completa; o, al menos, hasta que la tierra no sea más que polvo cósmico vagando errático por el cosmos. Una obra que ya no podrán traicionar ni él ni sus herederos, una obra absoluta, sin fisuras, completa, cerrada.

 

  1. Es cierto que siempre pueden aparecer familiares y deudos ambiciosos, dispuestos a vender su alma a los beneficios que les procuraría el hallazgo de inédito póstumo. Pudiera ser, incluso, que el tal manuscrito viniera a dar por tierra con los logros que con tanto ahínco el escritor hubiera alcanzado con sus publicaciones en vida. En suma, que su obra póstuma viniera a poner en entredicho su vida entera, no sólo como escritor, filósofo, pensador, sino incluso como ser humano; una traición letal a su existencia de artista, un golpe bajo, traicionero, un quebranto a su ganado prestigio a cambio de las magras monedas del iscariote. Incluso así, como muestra la intrahistoria y la ambición de los más herederos más mezquinos, que son casi todos, nos quedaría el consuelo (a sus lectores, aclaró L., porque aquí quienes importan de verdad los lectores, subrayó con cierto énfasis y colocándose de puntillas al decirlo) de justificar esa lasitud, esa dejadez creativa, por la codicia desenfrenada de los suyos, quienes se habrían visto impelidos a cometer tal crimen contra la memoria del artista al imaginar la cercana mengua de sus intereses o dividendos.

 

   Sobrevivir al zarpazo de una obra póstuma, a menudo en estado gestatorio, es hazaña poco menos que improbable; sobrehumana sin duda, digna por tanto de un último combate. Un escritor consciente del espíritu depredador de los suyos, dispuestos a seguir alimentándose de carroña el tiempo que fuera menester, haría bien en destruir o quemar sus borradores no bien viera acercarse la alargada sombra de su propia muerte o apagarse una tras otra las luces de su inteligencia. Debemos recordar que un escritor no tiene deudos, sino empecinados traidores; gusanos que sobreviven con la tinta sobrante del tintero, al menos hasta que éste también acaba por secarse.

 

  1. Supongamos, empero, añadió L., que tenemos la fortuna de admirar a un escritor muerto sin descendencia, sin sobrinos, hermanos, primos lejanos o, en el peor de los casos, sin la inevitable fundación que rememore su nombre perdurable en placa de mármol. Imaginemos que con ese conocimiento anticipado leemos sus imborrables palabras, deslizándonos por sus relatos como quien navega por un río amable y sosegado. Qué placer enorme de lector, siempre atento a la menor vacilación de su estilo, a la indecisión del adjetivo o del adverbio. Inusitado placer este de asistir a la aparición, crecimiento, madurez y acaso decadencia de un artista completo, finiquitado; un artista que cuando calla, lo hace ya para siempre. De principio a fin. El placer de ver la forma de la parábola de una vida y de su obra.

 

    Corolario: Sería lógico que, bajo estos principios, ninguno de nosotros, refirió L., quienes amamos de verdad la gran literatura, leyera a cualquiera de esos zotes vivos que desbordan con sus inanes creaciones tantas estanterías domésticas. Deberíamos lanzar al viento la consigna y seguirla a pies juntillas (muy consciente de que ya hay muchas personas que la siguen, aunque lo hagan desde la plena ignorancia, pues no leen). Hablo de los verdaderos lectores, no de esos badulaques que cumplen el viejo ritual en vagones de metro o salas de espera, matando el tiempo leyendo a sus contemporáneos. Los auténticos y veraces lectores deberían abandonar el libro de cualquier autor no bien descubrieran que éste sigue vivo entre nosotros. Dejarlo morir de hambre o hastío o aburrimiento, hasta que, ya póstumo, pudieran esos lectores disfrutar de la obra acabada, de su estilo clausurado, de un arte elevado al altar inmarcesible de lo imperecedero.

   El único problema que plantea este corolario, concedió L. tras vacilar unos segundos, es que, con el mismo paso del tiempo y a igual velocidad, augustos y exigentes lectores como fuimos, también nosotros envejecemos…

   Coda final: Disponer en vida de la obra completa de un autor sin que taimadamente te sorprendan, apuñalándote por la espalda, con uno de esos descubrimientos que podrían dar una vuelta de tuerca al sentido de una obra... Disponer de todos los libros del autor, para robarle así el aire y su eternidad ya silenciosa. Esa es la única misión digna de los lectores egregios, y en ella habríamos de empeñar el tiempo y los esfuerzos que se precisen para ello.

 

[1]Papeles hallados tras su fallecimiento entre los escritos inéditos de L., publicados por su albacea F.

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