Teselas de un Mosaico (II)

Publicado el 23 de octubre de 2025, 23:30

   Parece mentira que la psicología y otras disciplinas afines, que tienen al ser humano como centro de sus preocupadas reflexiones, hayan tardado tanto en reconocer –y lo hayan olvidado también con tanta frecuencia- la naturaleza relacional del hombre. Conviene, pues, que se nos siga recordando que si algo hay de natural en nosotros sea, principalmente, esa naturaleza relacional que nos humaniza.

   Freud hablaba del amor y el trabajo como condiciones esenciales de la felicidad humana y, por ende, de la salud y el bienestar. Ambas, actividades, que se hacen hacia y desde los demás, confirman, si ello fuera aún necesario, el imperativo que los seres humanos tenemos de establecer vínculos de apego y relaciones significativas, esto es, amorosas.

   Como señaló Bowlby, es la familia ese lugar privilegiado en que tales vínculos relacionales se crean y experimentan. No el único, pero sí el principal. Es en su nicho profundo que aprendemos a esbozar el mapa con que nos orientaremos en el mundo y es allí donde se generan los primeros patrones de adaptación y supervivencia no instintivos; aquellos que, grabados en nuestro cerebro, tejerán la urdimbre de afectos y creencias con que nos hacemos visibles a los ojos ajenos, la base segura de nuestras capacidades y competencias, también nuestras íntimas fragilidades. Como nos recordaba Rof Carballo, la inmadurez genética del cerebro está ya determinada a estructurarse con las relaciones, pues el cerebro es un órgano que ha de servir al organismo para adaptarse al mundo externo y a las circunstancias culturales concretas que a cada cual le tocan vivir. No es, pues, una banalidad dedicar un tiempo a la reflexión sobre la naturaleza vincular del ser humano

  Y no estaría de más completar estas reflexiones pendientes haciendo una somera indicación de la cualidad terapéutica del encuentro, que está en la base de nuestro trabajo profesional y en la naturaleza de los vínculos que nos constituyeron. El viejo arte de curar por medio de las palabras, del que hablaban los clásicos, nos lleva a indagar qué sea aquello que se produce en el encuentro terapéutico, aquello que acabará ayudando a los otros a soportar el sufrimiento y a vivir una vida más plena y capaz. Es difícil no ver en la terapia ese espacio generador de seguridad, donde las personas se abren a la mirada ajena para descubrirse a sí mismos en el contexto del prójimo, y se atreven a mostrar lo que nunca se dijo, lo que quedó silenciado, aquello a lo que el terapeuta ayuda a que sea puesto en palabras y conjurado, sugerido o manifestado con claridad. Trabajamos con intangibles y trabajamos en la incertidumbre, pero en la dirección de recrear, de dar poder, de restituir la palabra a quienes son sus auténticos dueños: la palabra que les explica y les ofrece el bálsamo de un sentido.

  Sobre todas estas cosas, y otras parecidas, debe el terapeuta haber reflexionado alguna vez, más allá de las técnicas que aplicará con rigor profesional. Y ello, sobre todo, porque los terapeutas no son expendedores de magia, como tampoco gestores de culpa. La terapia habla el lenguaje de la competencia, el perdón, la aceptación y la revinculación.

 

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