Amputados

Publicado el 10 de noviembre de 2025, 18:27

   Todos arrastramos en nuestra historia personal alguna parte de nosotros que es como uno de aquellos miembros fantasmas que, aun cuando fuera amputado de raíz hace tiempo, continúa doliendo como si todavía formara parte viva de nuestro cuerpo. Seguimos notando su presencia, aunque ya no esté, y aunque nunca ya vaya a estar, porque la vida siguió adelante sin detenerse. Porque la vida sigue a pesar de las pérdidas y las ausencias.

   Imagino la fantasía del hombre que enterró su antebrazo o su pierna, que se quedó manco o cojo en un accidente de tráfico, un hombre al que nada pudieron hacer por salvarle aquel miembro y restituirlo, y que está a la espera expectante de una prótesis con que sustituir a la vieja extremidad muerta, mientras fantasea con la idea de que su brazo de carne y hueso se mezcla con otros deshechos en la habitación de algún sótano donde los hospitales depositan los restos biológicos para destruirlos. A él le habría gustado despedirse de esa parte de sí, saber que, aunque ya objeto, aquello que también fue él yace en un lugar determinado, no muy lejos, al alcance de la mano por así decir. Pero ahora, ya ceniza, ya humo, se ha desvaído de su horizonte y no le ha acompañado en la lenta decrepitud en que consiste la vida. Perder una mano como Cervantes o como cualquier otro menos laureado personaje de esta vida -como aquel lisiado que me atendía en el almacén del pueblo, cuya prótesis de madera golpeaba el mostrador cuando envolvía el producto y a quien yo no podía dejar de mirar con curiosidad y miedo, toc-toc, mientras cumplimentaba ese requerimiento con la parsimonia de quien aún se está acostumbrando a la mano falsa- no es asunto venial. Una mano siempre inmóvil, que nos recuerda sin embargo lo poco que se valoran ciertas cosas cuando se da por hecho que estarán ahí siempre, no acompañándonos, sino formando parte de nosotros mismos y de lo que somos.

  No solo se amputa una parte del cuerpo; perdemos también sus funciones y demás gestos habituales, que hay que aprender a sustituir por otros nuevos, al afeitarse, al orinar, al saludar o leer un libro, al acariciar y amar. Al ocurrirnos esto, volvemos a revivir lo inusual de muchas situaciones que antes afrontábamos con seguridad y sin tanta torpeza. Pero, yendo más allá, al perder una parte del cuerpo, y siendo como somos cuerpo pensante y sintiente en nuestra totalidad natural, ¿acaso no extraviamos con ello algo de aquello que conformaba nuestra identidad, una completud que ya no es completa, una imperfección –acaso- todavía más imperfecta? ¿O tal vez se nos difumina con tal pérdida una parte de nuestra aprehensión del mundo, y, por ende, de nuestra segura y confiada instalación en él, como cuando tocábamos o agarrábamos algo o esperábamos recibirlo a manos llenas, sostenerlo o palparlo, acariciarlo acaso?

   A la amputación física le acompaña siempre una amputación emocional; pero ésta se nota menos, quizás porque hemos aprendido mejor a disimular las heridas emocionales, las carencias, las ausencias, incluso ante nuestros propios ojos. La vida, en su transcurrir, se lleva todo eso por delante, como el corrimiento de tierras que se produce tras unas lluvias intensas. El suelo se desliza a nuestros pies, la masa sólida de tierra se vuelve gelatinosa e insegura cuando antes era el terreno sobre el que nos anclábamos con firmeza, dando por hecho su sostén. El mundo ya es otro simplemente porque nos falta aquello con lo que contábamos, aquello que dábamos por supuesto porque siempre  –creíamos- iba a estar ahí.

    Y qué decir de los amputados emocionales, que sobreviven a la vida cumpliendo sus más forzosas obligaciones, pero sin el ímpetu de la pasión o del desvarío, sin la prodigalidad de quien se ama lo suficiente como para arriesgarse a amar a otros. Habrá que hablar otro día de estas amputaciones de supervivencia, porque es obligado hablar de nuestra propia supervivencia. No queda otra.

Añadir comentario

Comentarios

Todavía no hay comentarios