Hace algunos años corría por los ambientes filosóficos un pequeño chascarrillo acerca de la libertad. La moda, que tan dulcemente nos sojuzga, apostaba entonces con fe de carbonero por el dogma del determinismo. Y la historieta, un tanto jocosa, daba razón de un juez metido por fuerza a filosofar con delincuentes, esa suerte de rigurosos existencialistas en estado puro. Parece razonable contar aquí, pues, la liviana anécdota. Como suele suceder en estos casos, el delincuente, tomando durante el juicio la palabra, y tras haber escuchado la perorata de su aburrido abogado defensor, decidió salir en su propia defensa, invocando para ello las adversas circunstancias de su vida. Que hubiera cometido un delito era, para el caso que nos ocupa, posiblemente algo tangencial, pues de forma inexorable la necesidad y la genética le habían empujado a ello. No fui yo, señor juez, sino mi desgraciado pasado, el amargo azar impenetrable, las determinaciones de mi vida (que algunos llaman destino y, otros, oportunidad), quienes me trajeron al trance en que usted me ve ahora. Sin todo aquello, yo no estaría ante usted, no le quepa la menor duda. El buen y cachazudo juez, al parecer, conocía esa historia, o alguna del mismo jaez, por lo que se limitaba a asentir blandamente con la cabeza. La filosofía muelle del sospechoso le resultaba familiar. La había escuchado en boca de expertos sociólogos, forenses y de algún otro conductista más o menos irredento. De manera que, cuando el reo acabó su retahíla de razones, tomó la palabra y, asintiendo de nuevo, respondió: Veo, mi buen amigo, la desgracia que ha caído sobre sus hombros. Créame que le comprendo, y espero que usted comprenda también la mía, no por diversa menos pesada, pues mis propias circunstancias, a las que en modo alguno puedo escapar –como usted bien sabe-, me han traído hasta aquí y, sin gusto, acritud ni ánimo de venganza, me fuerzan a imponerle a usted la pena que la Ley dicta para un caso como el suyo. He aquí un ejemplo de todo lo que usted me dice y yo comparto. Desgraciadamente, no puedo hacer otra cosa que condenarle a usted a prisión, mal que nos pese a ambos.
Anecdótica o no, esta historia pone sobre el tapete el fundamento básico que muchos autores han defendido, y que no es otro que la capacidad de autodeterminación del ser humano y, en su envés, la ineludible responsabilidad por las propias elecciones que nos impelen a la acción. Sobre estas dos ideas principales se vertebra el trabajo de Cloé Madanes, conocido bajo la rúbrica de Terapia de acción social
La terapia que Madanes propone en sus obras responde a la necesidad de pensar que el cambio, aun en las situaciones más difíciles y complejas, es una posibilidad que se halla al alcance de las personas, un signo de su capacidad de crecimiento y de reorganización vital.
Tal capacidad, sin embargo, parece quedar como en suspenso cuando ciertas circunstancias, como la violencia, por ejemplo, hacen acto de presencia en nuestro entorno, pues es esencial a su ejercicio la negación del otro, en un intento forzado de anulación de su realidad personal; intento que, fracasando una y otra vez, reitera el ciclo exasperante de esta conducta destructiva en muchas parejas. La persona que recurre a la violencia es alguien que ha perdido el respeto por los demás no menos que por sí mismo. Los actos que hacemos, dice Madanes, van construyendo una imagen de los demás tal como el individuo que los lleva a cabo imagina que deben de ser. Nos proyectamos en el mundo a través de la acción, que a su vez conforma y delinea ese mundo en el cual actuamos. Toda acción tiene su correlato, su eco social. No hay actos aislados, sin repercusiones en el entorno que nos rodea. La creencia básica de muchos terapeutas, entre los cuales destaca señera la figura de Madanes, es que el ser humano tiene capacidad para autodeterminarse, eligiendo en cada momento una de entre diversas posibilidades o cursos de acción. Esta elección es esencial, en el sentido de que nadie ni nada nos la puede arrebatar. Estamos forzados a actuar. Pero la facultad de elegir el curso propio de nuestras acciones llega a ser una carga tan inexorable como pesada. Fue a Sartre a quien debemos ese lugar común, la afirmación de que el hombre está condenado a ser libre. Esta forzosidad es la que nos lleva a menudo a desear renunciar a la libertad y a dejarnos caer en el condominio de la determinación, mucho más liviana y venial. Sin embargo, ésta no elección aparente es, también, una decisión activa, una elección entre las que le cabe al ser humano tomar en el transcurso de su vida.
La acción, teniendo en cuenta esta necesidad forzosa que nos empuja a elegir y que bien podría explicarse diciendo que estamos determinados a ser libres, señala, además, que toda decisión produce algo así como un eco o una reverberación sobre los otros. Al elegir, decidimos también por ellos, por nuestros hijos, por nuestros amigos y nuestro entorno social más cercano. Decidimos, por ejemplo, cercanía y proximidad, o distancia y displicencia. Todas las relaciones que nos ocupan quedan afectadas por nuestra decisión. Mis actos, que son resultado de mis intenciones, no sólo influyen sobre los demás, sino que quedan ahí, en cierta manera, como posibles modelos de conducta. Esta es la gran responsabilidad de la vida de cada cual y algo con lo que en la terapia tenemos que contar: el magisterio de las obras.
Cada cual. Pues, sería responsable de sus actos; responsable quiere decir, sencillamente, que tenemos la capacidad de responder por ellos. No hay posibilidad alguna de eludir esta certeza íntima. Cada decisión se convierte en acto concreto y deja una huella, porque incluso no tomar decisión alguna es también un modo de acción. El caviloso, el dubitativo o quien se decide a quedar al margen, tiñen de cierta tonalidad su conducta, y se ponen a un lado de la vida, aun sin quererlo. Aquellos operan y actúan igual que otros, pero decididos a no responder de sus acciones, sin darse cuenta de que quien calla también otorga y de que es imposible la pura neutralidad que en su pavor a la acción equivocada no paran de invocar. La vida, que es arriscado ejercicio de paso al acto, no acepta dimisiones sin consecuencias.
Cada cual ha de responder por lo que hace, señala Madanes, y eludirlo es también una forma de hacer. No hay que buscar refugio en las fuerzas arrebatadas de las emociones, porque las emociones mismas tienen en mí su dueño. No soy un territorio al albur de las pasiones o sentimientos que me embargan, porque yo soy, en último extremo, quien los tiene. No soy tenido por ellos, y no debo utilizarlos ni refugiarme en un destino arrogante para excusarme por lo que hago.
El gran dilema es que cada nueva acción se inscribe en un futuro que no nos está dado de antemano, ni planificado ni en modo alguno orientado con total nitidez. Inventarse la propia vida es la exigencia más radical del ser humano, criatura que se recrea en la acción. Nada nos está dado y vivir consiste en estar en perpetuo riesgo: riego de fracasar, riesgo de no conseguir los propósitos que con tanto empeño hemos urdido, riesgo de que el éxito nos devore o traiga consigo la decepción; en suma, vivir implica tener que aceptar la incertidumbre que siempre acompaña a nuestras acciones, como la respiración a nuestro ritmo vital. Quien no arriesga no gana, como suele decirse. Pero no sólo no gana, sino que ni siquiera vive, a menos que a la mera supervivencia la llamemos así. ¿Cómo no ver en él el antiguo consejo evangélico de que quien quiera salvar su vida, la perderá? La terapia implica una forma de trabajar para que cada individuo recobre la responsabilidad de su propia vida, de sus propias decisiones. El objetivo de la terapia, a menudo no dicho, pero latente en ella, es que cada cual acabe siendo terapeuta de sí mismo. Promoviendo así la aceptación de la vida y de los conflictos inherentes al ejercicio del vivir, y desalentando al tiempo esa tendencia -muy humana también- de buscar justificaciones de nuestra conducta fuera de nosotros mismos, en otro lugar. En rigor, una terapia como la que propugna Cloe Madanes quiere que el individuo afronte la vida con los ojos bien abiertos, sabiendo que cuenta con la capacidad de elegir frente a las diversas influencias que por todas partes le atosigan con sus coerciones. Es una terapia, en suma, que nos impulsa a vivir más en el drama y en el conflicto que en el cuento chino de una perfección y armonía inexistentes. La vida humana es una carga pesada que se vuelve más liviana si la persona acepta el conflicto y la inseguridad como componentes ínsitos del propio vivir; y también cuando encuentra una meta o propósito por el que valga la pena apostar y correr riesgos. En terapia, los profesionales estamos frente a nuestros propios dilemas éticos y nuestra insoslayable responsabilidad humana.
La moralidad entra, así, en la sala de terapia. Y lo hace porque nunca estuvo del todo ausente, aun cuando a veces los terapeutas advirtieran sobre la necesidad de suspender el juicio y, sobre todo, lo que se adhiere a éste: la condena. Suspender el juicio no significa quedar exento y a salvo, como si los terapeutas fuéramos el correlato existencial de una Suiza cualquiera. Hay cuestiones que no se pueden abordar desde la más exigente neutralidad; tampoco desde el más desaforado dogmatismo ideológico. Cuestiones como la violencia relacional o el abuso exigen que nuestras posiciones éticas sean claras desde buen comienzo. La triple tarea del terapeuta será, entonces, la de sanar a la víctima, rehabilitar al agresor y evitar futuros abusos; cosa que sólo podrá hacerse si se tiene un fuerte sentido de lo que está bien y lo que está mal y no nos abandonamos al lánguido dar por bueno todo lo que sucede, simplemente.... porque sucede.
Ningún ser humano sufre más que aquel que ve cómo los suyos traicionan su confianza básica, inocente. No hay mayor desgarro que éste. Las heridas y vejaciones corporales se pueden ocultar, pero el dolor infligido al espíritu no tiene lugar donde esconderse. Traspasa el momento y se prolonga durante años, como rabia y vergüenza, coloreando la vida con su amargura de muerte. Las viejas religiones y las antiguas tragedias se habrían inspirado en este sufrimiento sangrante, para sacar a la luz este drama del espíritu.
La caja de Pandora se abrió como por descuido y salieron al mundo todos los males que afligen a la humanidad; en el fondo del envenenado regalo de los dioses, débil y vacilante, ardía la esperanza, cuyo calor conocen tan bien quienes están acostumbrados a tratar con el dolor humano en sus más diversas manifestaciones. Sin ella no sería posible restañar herida alguna; menos aún, por tanto, las que produjeron aquellos que decían amarnos y deberían haberlo hecho.
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