Más allá de una interesante reflexión teórica[1], Cloé Madanes, siempre pragmática, nos propone diversas formas de abordar el problema de la violencia.
Ella la califica como masculina para aclarar enseguida que lo hace no porque crea que sólo el varón actúa como agente de violencia, sino porque ha sido de este tipo de violencia del que ella tuvo mayor experiencia terapéutica. Y, dentro de la violencia que suele verse en el consultorio, la autora distingue tres tipos principales: el abuso de niños, el maltrato a la esposa y el abuso sexual. Es evidente que esta división no agota la multiplicidad de formas con que se ejerce la violencia, pero resultan ser las más habituales en su contexto de trabajo.
El objetivo final de este libro, sentadas ya las bases de discusión, es el de proporcionar, mediante concretísimos ejemplos, los elementos básicos de su modelo terapéutico al profesional que se enfrenta a estas situaciones de violencia. Se trata, en suma, de elaborar una forma de operar que, al margen de la particularidad de cada circunstancia concreta, pueda ser una útil guía de trabajo para el terapeuta que se encuentra con estos problemas en su consulta.
Madanes piensa que la terapia es una herramienta adecuada para todos los casos de violencia, y cree también que cuando ésta no funciona, ello es debido a la impericia del terapeuta o a sus limitaciones en el abordaje de los mismos. No duda en absoluto que la gente desee cambiar ni de que, entre tales cambios, busque el de detener el ejercicio de su propia violencia. Para que sucede así, la persona tiene que dejar de obtener los beneficios que la utilización de la violencia le procura, y comprender qué es lo que hace mal y también que, sean cuales sean las circunstancias, ninguna de ellas justifica el uso de la violencia. Madanes es socrática en el fondo de la cuestión: quien actúa mal lo hace porque no comprende lo mal que actúa o porque igual no siente deseos de comprenderlo o acaso porque obtiene algo que desea y le satisface, en cuyo cayo la violencia es instrumental de forma evidente. El violento no mide las consecuencias de sus actos ni a menudo se hace responsable de ellos. De este modo, su acción es contundente porque logra sus objetivos de amedrentar y anular a la otra persona, al tiempo que deletérea, pues envenena en su raíz la relación que parecía importarle.
Pero, aunque el terapeuta de acción social es un optimista a macha martillo, según nos insinúa la propia autora en modo alguno es un alma cándida, de esas que llevan bien sujeto el lirio en las manos. El terapeuta puede sugerir una vida mejor, más óptima y deseable para su paciente. Pero éste es incluso libre para rechazarla. Y el terapeuta, entonces, no puede enseñorearse de la libertad ajena, no puede sustituir al otro y en modo alguno garantizar que, por lo que a él respecta, el sujeto no volverá a obrar con violencia de alguna clase. Frente a la reincidencia o en lo irrecuperable, el terapeuta ha de dejar paso humildemente a otras instancias más coercitivas y, a veces, tomar decisiones dolorosas, como pudiera ser la de sugerir la separación física de alguno de los componentes de la familia, para proteger a los más débiles, que suelen ser a menudo las víctimas indefensas de la violencia de otros. Este es, además, uno de esos momentos en que el terapeuta ha de ejercer a fondo su responsabilidad, sin enmascararse, a tumba abierta. Dónde llega el límite, el terapeuta debe ser capaz de reconocerlo, sin menoscabo ni descalificación de su credibilidad profesional. Lo contrario sería insólita soberbia y, también, una forma más sutil, pero no menos dañina, de ejercer violencia sobre los demás.
Madanes cierra este libro con un espigado conjunto de aforismos, inspirados en la obra del barroco Gracián. Son los consejos de una terapeuta pragmática y clara, a cuya lectura les invito. No nos hará ningún mal hacerlo, y posiblemente aprendamos algo de quien tanto sabe.
[1] El libro en cuestión lleva por título Violencia masculina (Granica, 1997), escrito en colaboración con J.P. Keim y D. Smelser,
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