LA HISTORICIDAD DEL SER HUMANO COMO PREMISA
Desde comienzos de siglo XX hasta día de hoy, por más de dos siglos casi, el interés por la historicidad del ser humano no ha hecho sino acrecentarse. Con el transcurso del tiempo, esta idea, la de nuestro ser histórico, ha llegado a convertirse en lugar común de la filosofía popular. Los hombres, decimos, somos aquello que hacemos; nuestra naturaleza humana -supuesto que exista- es histórica; y, al afirmar una tal cosa suspiramos como quien se quita una pesada carga de las espaldas, convencidos de haber resuelto al fin un enigma que la Esfinge no se hubiera atrevido a espetar ni siquiera al bueno de Edipo en sus momentos de plenitud. El ser del hombre, por lo visto, es un llegar a hacerse, porque somos seres inacabados. Ser es ir siendo y apropiándose de ello en el transcurso del tiempo. He aquí la castiza idea de nuestra modernidad, en torno a la cual comienzan ya a crecer los enigmas más inquietantes. Pues la historia, que pareciera a nuestros abuelos la panacea de todos los esencialismos filosóficos, se nos muestra ahora en su forma más condenadamente compleja, esa forma que llamamos narración.
Sin duda era buena la idea, y mejor aún la intención, de nuestros abuelos al proponerla. La historicidad del hombre, sin embargo, nos hacía ciegos a todas las implicaciones que bajo tanta simplicidad estaban acechándonos. Ese irse haciendo que es el vivir de cada uno de nosotros, significa construir una historia y, por tanto, colonizar el lugar desde el que esa misma historia tiene sentido. La metáfora filosófica de comienzos del siglo XX, como el espolón del rompehielos que hiende un mar helado, nos dibujó a un ser humano recién naufragado de sus certidumbres racionalistas e ilustradas, solo en medio del océano del mundo, condenado a nadar o perecer ahogado; un sujeto que, por haberlas perdido, andaba con el corazón melancólico de verdades. Las metáforas, que son la carne y la sangre de nuestras narraciones, hablan de nosotros mismos como los silenciosos espejos donde nos asomamos para contemplar nuestra faz.
De entonces acá hemos cambiado de metáforas, y esto significa también que hemos cambiado de esclarecimientos y tentativas; y, al cabo, habremos venido a dar razón a nuestros abuelos cuando afirmaban con tanta energía que la realidad radical del humano era ese ir pasando en flujo continuo, haciéndonos y también deshaciéndonos, en inquietante quehacer y dolorosa empresa por siempre inacabada.
Desde hace unos años, y hundiéndose en una tradición cuya raíz filosófica podríamos ir a buscar a principios de siglo, ha comenzado un lento, pero progresivo, cambio de paradigma epistemológico. Esta revolución silenciosa ha afectado, sobre todo, al ámbito de las llamadas ciencias humanas. Sería difícil, y acaso excesivo, señalar aquí la contribución que cada una de las parcelas del saber sobre los seres humanos han aportado al cambio paradigmático, aunque resulta indudable el protagonismo que en este paradigma naciente han ido adquiriendo ciencias como la sociología o la historia. Este cambio de perspectiva está haciendo germinar una nueva visión del ser humano, del mundo en que habita y de sus relaciones con otros hombres; pero también está incidiendo en su forma de conocer lo que le rodea y en el modo como adquiere dominio suficiente sobre su circunstancia.
Evidentemente, un giro epistemológico de esta magnitud no podía por menos que afectar a otros ámbitos de las llamadas ciencias sociales y, muy en especial, al territorio de la terapia y a la particular epistemología que subyace a todo proceso de cambio.
Como terapeutas, también debemos reflexionar sobre lo que decimos acerca del mundo y de la forma como este decir nuestro viene determinado por las convenciones de un discurso que es un subproducto de las relaciones humanas y, por añadidura, de la cultura de una sociedad. Detrás de cada intervención, detrás de cada pregunta, hay agazapada una posición epistemológica, una toma de postura filosófica, un universo entero de preferencias y expectativas, que en eso consisten sobre todo nuestras creencias. Pensar el construccionismo tiene un innegable efecto pragmático sobre el propio terapeuta, dado que éste no actúa sin el respaldo de alguna teoría, aunque sea cierto también que podamos actuar sin conocer los supuestos implícitos -la agenda, como la llama O´Hanlon- desde los cuales lo estamos haciendo
Puede que el terapeuta apresurado encuentre tanta reflexión como un escollo difícil de salvar. El buscador afanoso de técnicas o el hombre de acción tal vez topen con la teoría, sin ganas ni ánimo para encarar que detrás de cada matiz que introducen en su forma de hacer hay, sin duda, un elenco de preferencias teóricas, siquiera sean implícitas. Es evidente que la teoría afecta a la práctica tanto como ésta a aquélla. Y parece necesario que el buen terapeuta conozca los límites de su discurso, porque éstos enmarcan también los de su acción. Su propio rol como terapeuta queda limitado por las determinaciones de su discurso, que es a su vez un discurso social y, por lo mismo, un discurso que sostiene ciertas prácticas como mejores que otras, un discurso ético amén de político. Los límites de nuestro discurso son, también, los límites de “lo real” para nosotros, y de las posibilidades de acción que en ese ámbito “real” podemos llegar a desempeñar.
Conviene, pues, que el terapeuta encuentre un momento en su práctica para ciertas reflexiones abstractas y teóricas, porque son ellas las que hacen concretísima su práctica, su actuación. Tomar conciencia de ello puede ayudarle, por lo menos, a dotar a su acción de una mayor flexibilidad, cuando no de una más profunda coherencia entre la praxis y la teoría, que no por no haber sido dicha está menos presente en sus intervenciones.
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