¿Cambiando de paradigma?

Publicado el 15 de diciembre de 2025, 20:22

    Como es bien sabido, los paradigmas son marcos de referencia a través de los cuales observamos los hechos y los interpretamos. Estos hechos cobran sentido por estar enmarcados y articulados en un paradigma concreto, formando el conjunto relevante de eventos significativos para el probo y dedicado investigador. Como señala T. Kuhn, los paradigmas no tienen como objetivo primordial la aparición de una novedad inesperada, sino otro, bastante más implícito: otorgar a la comunidad de sus usuarios un criterio para seleccionar problemas que tienen solución o que, en cualquier caso, acabarán teniéndola algún día. Podríamos decir, por tanto, que el paradigma es un metadiscurso que enmarca los posibles discursos y sus diversas legitimidades. Y mientras resulta exitoso, mientras funciona como debe, hay en su seno una pertinaz ausencia de novedades fácticas o teóricas. Se ven más hechos de lo mismo o se interpretan igual numerosos hechos. Es como una suma que iguala.

     ¿Cómo es, entonces, que los paradigmas cambian? ¿Cómo es que ya no vivimos cómodamente instalados bajo la carpa de la cosmología geocéntrica, por tomar un ejemplo querido al propio Kuhn? Este autor, poco sospechoso de pertenecer a las huestes de la tradición hermenéutica, afirma que este cambio ocurre cuando la Naturaleza nos descubre un nuevo fenómeno que se considera excepcional (por ser la excepción), o cuando las reglas de una teoría fracasan en su intento de explicación de dicha excepcionalidad. En suma, cuando se produce una anomalía y emerge allí, en ese territorio, lo inesperado, lo no previsto, lo que se escapa y no puede ser reducido a las explicaciones ya conocidas.

     Ni las teorías ni los paradigmas brotan del aire, ni se mantienen en el cielo etéreo de los astros incombustibles. Hoy día estamos asistiendo como testigos y protagonistas a uno de esos cambios de paradigma, uno de esos instantes de proliferación fructífera -y hasta agónica- de teorías de matriz diverso. Período éste que, por su propia naturaleza, genera una profunda inseguridad profesional entre quienes de alguna manera se encuentran a caballo entre una teoría que periclita y otra que se anuncia todavía demasiado vagamente en nuestro horizonte intelectual y que, por apuntar en ese estado naciente, es propensa a toda clase de abscesos y fiebres juveniles, es decir, a toda clase de exageraciones y radicalismos.

     Sólo que esta teoría que aparece allá a lo lejos, se hinca de raíz en el cuerpo encallecido de toda otra teoría, por tratar del lenguaje y de sus significados. He aquí su radical novedad, de puro elemental y hasta antigua. El nuevo paradigma emergente en las ciencias sociales tiene en el lenguaje la clave de bóveda de su ancha reflexión. Las otras teorías, ancladas en el pensamiento moderno, tratan acerca del mundo. La novedad del construccionismo social es que trata del lenguaje con que tratamos de construirnos un mundo.

      Una formulación de ese cariz no puede dejar indemnes los fundamentos del conocimiento. De modo que, quien asiste a semejante inversión conceptual, tiene por fuerza que sentirse amenazado. Es como si azuzáramos a alguien para que abandonara su sólido refugio en una islita perdida del Pacífico, y le instásemos con atrevimiento a lanzarse al anchuroso mar, con la tibia promesa de que desde allí podría captar todo un continente apenas explorado, de riqueza incomparable y tan feraz como deslumbrante. ¿Qué haría nuestro buen Robinsón si se viera enfrentado a tal dilema? Esta es también nuestra situación intelectual: estamos entre la espada de una nueva interpretación y la pared aparentemente sólida de lo ya conocido, que nos sostiene y detiene al mismo tiempo. Tanto es así que no con poca frecuencia el profesional se ve en la tesitura de pensar en constructivista mientras actúa como si de un esencialista cualquiera se tratara, cuando no de un simple prestidigitador haciendo equilibrios entre las palabras y la realidad.

     El construccionismo social defiende la idea de que los conceptos, recuerdos y creencias de los individuos surgen del intercambio social y son subproductos de las relaciones humanas. Tales relaciones están mediatizadas por el lenguaje, por esa permanente conversación que tenemos con nuestros íntimos o con nosotros mismos. Al dialogar, generamos formas de entender nuestra propia vida y las acciones que estamos realizando. El hombre habita en un mundo de significados que no están dados de antemano, sino que se generan y regeneran en el intercambio social. Es un mundo siempre novedoso y, a la par, siempre continuista, cuya matriz es el diálogo y cuyo resultado es siempre una historia, cualquier historia. No hay sólo una, la Historia con mayúsculas, por encima de todas las demás, sino una pluralidad de relatos que son lo que son y valen lo que valen, en función de los significados que nosotros les vamos dando en cada circunstancia. No hay conocimiento objetivo, pues éste exigiría la presencia de un discurso y de un portavoz también privilegiados. Lo que hay es más bien comprensión, que es diversa y multifacética. Porque la comprensión es, antes que nada, interpretación y, por tanto, perspectiva. El observador, el científico o el filósofo no son habitantes del etéreo y no se acercan a los eventos como inmaculadas hojas en blanco, sino como señores apoderados de cierta clase de discurso. Como nos dice L. Fruggeri, el conocimiento es una construcción autorreferencial, donde la autorrefe-rencia pone el acento en las creencias, mapas o premisas que el observador tiene, de suyo o heredadas, acerca del mundo.

     Todo esto limita el horizonte de aquello que podemos observar, pero es bien cierto que nadie puede observar nada sin algún horizonte que lo limite. Y ese espacio ceñido por un horizonte, ese espacio de significados que brinda un marco para la experiencia vivida, es a lo que llamamos narración.

    El hombre está envuelto en narraciones con que poder abrazarse al mundo. Y sólo vence el solipsismo si esas narraciones son un producto social... Aunque podríamos preguntarnos, incluso, si es posible un solipsismo que no sea in nuce también él social.

    El cambio de paradigma, pues, mantiene una clara prioridad de la relación sobre el individuo, hasta el punto de afirmar que éste es el resultado de diversas formas de relación. Para un individualista a ultranza debe ser ésta una aseveración difícil de digerir, pues nada hay - ni siquiera para los socioconstructivistas- que nos parezca más propio que nuestro propio yo. Primero la esencia y después la existencia, que dirían los viejos escolásticos.

    Para el construccionismo social, el individuo refrenda su identidad con narraciones que son autodescriptivas. Nuestra tarjeta de presentación consiste en decir cómo somos o lo que somos. Estas autodescripciones no son, sin embargo, el azaroso descubrimiento de nuestra íntima esencia desplegándose en el tiempo, sino el más humilde resultado de un relato que se desarrolla en un contexto social determinado, donde se produce un intercambio con personas que nos resultan significativas. La descripción o relato que se genera en tal intercambio me permitirá vivir mi propia identidad, que, con el tiempo, irá adquiriendo la naturaleza fósil de muchas narraciones. Y en mi memoria será mi biografía.

     En cierta medida podríamos decir que la identidad es una metáfora que resume nuestro programa de acción. Todo nuestro comportamiento viene organizado por esta narración autodescriptiva, esta narración en primera persona que otros me ayudan a elaborar. Más tarde, mi acción corroborará o no las líneas esenciales de mi relato, de manera que al final éste se reforzará o deberá modificarse para adaptarse mejor a las exigencias de mi entorno. Lo que otros cuentan de mí enmarcará, junto a mi propia descripción, el sentido de mi conducta y de mi identidad, permitiendo u obliterando un diálogo que, de todas formas, me constituye. De ahí que podamos acabar señalando que el fenómeno humano no es, en definitiva, objetivo, acaso porque no es objeto en modo alguno, sino narración.

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