De la amistad (I)

Publicado el 26 de marzo de 2025, 11:27

Es tópico común ya enunciado por el mismo Aristóteles, que una vida sin amigos no es digna de ser llamada así; y, no obstante, contemplamos con qué facilidad muchos son capaces de seguir viviendo sin tenerlos, salvo que demos al término amistad un sentido de fronteras tan amplias que lo vuelva desvaído, como si todo pudiera caber bajo esta taumatúrgica palabra. Le sucede a la amistad lo que le ocurre también al amor, que bajo su paraguas se amparan a menudo sentimientos y afectos diferentes, contradictorios incluso. Palabras grandes, altisonantes y elevadas al cielo como catedrales, que pueden albergar en su seno al más pío creyente y al más disoluto e irredento pecador. Palabras mágicas que a veces se pervierten al ser pronunciadas o que al pasar de mano en mano van desdibujando su perfil como las antiguas monedas de metal y hay que reacuñarlas de nuevo, como aconsejaba el mandato délfico.

Hay personas que sostienen que amigos, en la vida, hay pocos; otros piensan que nunca hay los suficientes. Los amigos, escogidos.

De todos los bienes notamos su escasez y en ocasiones su rareza. La amistad es uno de ellos. Pero ella, la amistad misma, no es cosa que se pueda tocar o calibrar en alguna balanza; nada que se pueda medir o graduar. Es, como la vida, en cada ocasión lo que es. Por eso hay muchas clases de amistad y más aún de amigos. La amistad vive y muere, luce y se apaga, crece y se marchita, viene y se va. Es, ya he dicho, un tópico de la filosofía y en algún momento un broche o un adorno de la propia existencia. Valemos lo que valen nuestros amigos: ellos nos dan relumbre y brillo; y conforman la red sutil que nos protege de las caídas y nos sostiene en los momentos más complicados. Pero un amigo no se prueba por ello, sino por su constancia. El amigo es una voluntad empeñada. Sigue ahí hasta la muerte, más allá de la traición o el desengaño.

Como sucede con el amor, nuestra vida es más intensa porque la llenamos con la amistad de nuestros amigos, gratuita, inexplicable. Nos sentimos amados sin merecimiento, a pesar de quienes somos, sostenidos sin abandono, aunque sea en el recuerdo y la memoria. Yo nunca he abandonado a mis amigos, aunque ahora haga ya tiempo que no coincida con algunos por circunstancias de la vida. Siempre los he llevado conmigo y siempre he tenido con sus fantasmas, que son los míos, intensas, interminables conversaciones. Hay amigos a los que hace ya treinta años que no he vivido, pero siguen para mí siendo mis amigos y estoy convencido de que, si de nuevo me topase con ellos, nuestra conversación, superado el inicial pudor del reencuentro, seguiría en el mismo punto en que la dejamos anteayer. He tenido, al menos, algún ejemplo de esta experiencia.

Por los amigos yo me hice mejor, contra mí mismo; ellos me han hecho creer en mí al creerme; y con ellos he compartido cada uno de los sucesos que han tenido alguna importancia en mi vida. A veces me encanta pensar que yo habré sido algo muy parecido para ellos, pero nada sucedería si esto no fuera así, como lo pienso. Me consta lo fecunda que ha sido mi existencia por tenerlos al costado y constato lo triste que habría sido ésta de no haberlos conocido, de no haber coincidido con ellos en alguna revuelta de mi camino. Amigos quiero, no para que me soporten en mis desfallecimientos, sino para que me entusiasmen en mi alegría con sus risas y con el ánimo con que se empecinaron en quemar cada segundo sin duda, en su plena inutilidad, y para no darle a la muerte ni los huesos a roer.

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