Hermandad e injusticia

Publicado el 19 de mayo de 2025, 23:56

    La de Caín con Abel fue una historia de hermandad frustrada, como tantas otras hubo en la Biblia, donde los hermanos no fueron casi nunca amigos, sino encarnizados rivales enfrentados a muerte por unos afectos que quisieron exclusivos, por una herencia que hubieron de repartir a regañadientes, por una preferencia cuya existencia, torpemente, trataron de esfuminar.

      No tuvo suerte Dios con los hermanos, al menos ese Dios veterotestamentario, patriarca irritado y exigente a veces, que, favoreciendo a unos, ofendía con descuidado desdén al resto de sus criaturas. Sospecho que, como cuenta la Biblia que hizo, no habría debido prometer vientres fecundos a matronas estériles y amargadas, pues albergaban ya en su seno la retorcida semilla del rencor. El milagro de aquellos partos contra natura y a contratiempo dio causa y voz al resentimiento de las tierras yermas contra toda clase de fecundidad. Ahí están, como ejemplos de lo que digo, Ismael e Isaac, o los mellizos de Rebeca, Esaú y Jacob, quienes ya abrigaban diferencias insalvables en las entrañas del seno grávido de su madre, augurando con ello el peor de los porvenires fraternales: el porvenir del odio y del rencor; o el caso de José, el soñador, cuyos hermanos, encelados por el irracional favoritismo paterno, acabaron vendiéndolo como esclavo a unos mercaderes madianitas, tiñendo de sangre la túnica que solía portar para que el progenitor, obnubilado por el dolor lacerante de la pérdida, creyera que una bestia salvaje había desgarrado las carnes amadas del hijo, y no la despiadada envidia que anidaba desde tiempos antiguos en el corazón de sus otros hijos, finalmente rescatados por la compasión.

    Hermanos y mentiras se hallan inextricablemente engarzadas en estos cuentos de la infancia de los pueblos. El mito oculta con pudor la evidencia del recelo, la flor bastarda de la desconfianza, la eterna suspicacia fraterna, expresado en el temor de que el amor hubiera de faltarnos y fuéramos a quedarnos con la peor parte en el reparto, las baratijas sin valor, apenas unas exiguas migajas del banquete del rico epulón, el amor cicateado de unos padres que escogieron inconscientemente a uno de los hijos como el favorecido, quizá por los motivos más banales: el color de su cabellera, los rasgos suaves del rostro, la pericia o la astucia, el recuerdo de sus muertos redivivos en los hijos.

    Esas historias parecen decir que no hay en el corazón de los padres amor suficiente para todos, y, lo que es peor, que nunca lo habrá. El hijo único no alcanza a conocer ni a padecer tal merma: lo que había se entregó entero para él, para que lo gozara a solas por completo a cambio justamente de la soledad.

       Porque de ese amor escaso tratan estos relatos bíblicos y constituye esa escasez el núcleo de esas historias fratricidas, el mito de un hermano herido o desposeído de su filiación, de sus derechos de primogenitura vendidos por aquel humilde guiso de lentejas o soliviantados por los manejos de una mujer encizañadora. Porque donde no habita el amor, dejamos espacio al odio y la muerte, también a la locura, en sus múltiples formas de expresión. Y observamos, así, como el mal tiene su origen, siempre lo tuvo, en la experiencia de una exasperante injusticia, que marcó la frente del afrentado con la señal de Caín.

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