Hace algunos años corría por los ambientes filosóficos un pequeño chascarrillo acerca de la libertad. La moda, que tan dulcemente nos sojuzga, apostaba entonces con fe de carbonero por el dogma del determinismo. Y la historieta, un tanto jocosa, daba razón de un juez metido por fuerza a filosofar con delincuentes, esa suerte de rigurosos existencialistas en estado puro. Parece razonable contar aquí, pues, la liviana anécdota. Como suele suceder en estos casos, el delincuente, tomando durante el juicio la palabra, y tras haber escuchado la perorata de su aburrido abogado defensor, decidió salir en su propia defensa, invocando para ello las adversas circunstancias de su vida. Que hubiera cometido un delito era, para el caso que nos ocupa, posiblemente algo tangencial, pues de forma inexorable la necesidad y la genética le habían empujado a ello. No fui yo, señor juez, sino mi desgraciado pasado, el amargo azar impenetrable, las determinaciones de mi vida (que algunos llaman destino y, otros, oportunidad), quienes me trajeron al trance en que usted me ve ahora. Sin todo aquello, yo no estaría ante usted, no le quepa la menor duda. El buen y cachazudo juez, al parecer, conocía esa historia, o alguna del mismo jaez, por lo que se limitaba a asentir blandamente con la cabeza. La filosofía muelle del sospechoso le resultaba familiar. La había escuchado en boca de expertos sociólogos, forenses y de algún otro conductista más o menos irredento. De manera que, cuando el reo acabó su retahíla de razones, tomó la palabra y, asintiendo de nuevo, respondió: Veo, mi buen amigo, la desgracia que ha caído sobre sus hombros. Créame que le comprendo, y espero que usted comprenda también la mía, no por diversa menos pesada, pues mis propias circunstancias, a las que en modo alguno puedo escapar –como usted bien sabe-, me han traído hasta aquí y, sin gusto, acritud ni ánimo de venganza, me fuerzan a imponerle a usted la pena que la Ley dicta para un caso como el suyo. He aquí un ejemplo de todo lo que usted me dice y yo comparto. Desgraciadamente, no puedo hacer otra cosa que condenarle a usted a prisión, mal que nos pese a ambos.